Acababa de estampar mi firma en el acuerdo de culpabilidad cuando, por un segundo fugaz, los ojos de Diego brillaron con satisfacción. Al sentir mi mirada, se apresuró a poner cara de profunda consternación.—Clara, tranquila, yo te consigo al mejor abogado.—Cuando entres a prisión, voy a soltar billetes por todos lados para que te den la libertad condicional lo antes posible.Contuve la mueca de burla que me quemaba los labios y respondí con frialdad:—No hace falta.Él fingió alarmarse, casi en pánico:—¡Clara! Sé que estás desanimada, pero no puedes rendirte así. Si renuncias… tus papás…Siguió machacando con su “preocupación”, palabra tras palabra.De no ser por lo que viví en mi vida pasada, tal vez todavía le creería.Entonces, me negué a aceptar la culpa y Diego mostró su verdadero rostro: falsificó pruebas para encerrarme y sobornó a varias reclusas para que, con instrumental quirúrgico helado, me arrancaran el derecho a ser madre.Lo odié. Todo aquello empezó porque él y Isab
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