¡Me casé de verdad y ahora se mueren de arrepentimiento!
Lonzo Hernández por fin aceptó mi propuesta de matrimonio.
Me pidió que me arreglara preciosa porque, según él, tenía una sorpresa preparada.
Cuando llegué, radiante, a la ceremonia… no había novio.
Lonzo se volvió hacia mi hermanastra, Amarissa Jiménez, y le sonrió:
—Dices que las bodas son tediosas. Hoy voy a mostrarte una que sí es divertida, ¿va?
El maestro de ceremonias ―mi hermano Macerio Jiménez― alzó la voz:
—¡La boda queda pausada!
Mi amigo de la infancia, Guillermo Mendoza, soltó el globo de agua que tenía listo sobre mi cabeza y me empapó de pies a cabeza.
Lonzo arqueó las cejas, burlón:
—Alfreda, solo era una broma. ¿De veras creíste que me casaría contigo?
Aquella “boda” no era más que una farsa para animar a la deprimida Amarissa.
Yo callé; él insistió con una risita:
—Si traes tantas ganas de casarte, elige a cualquiera de los invitados y cásate con él.
Cuando aparecí del brazo de un verdadero novio… se les borró la sonrisa.