El remordimiento de todos aquellos que me abandonaron
Durante quince años, Catalina de Alencastre fue la joya más preciada de la Casa del Marqués… hasta el día en que le revelaron que en realidad no era la hija legítima.
Desde entonces, los padres que la habían amado se volcaron en Beatriz de Mendoza; el hermano mayor que siempre la había protegido, llegó incluso a empujarla desde lo alto de la galería, todo por Beatriz.
Y su prometido, el general Aurelio de Haro —célebre por sus victorias en la frontera— tampoco dudó en ponerse de su lado.
Por Beatriz, todos ellos miraron impasibles cómo la acusaban injustamente y permitieron que fuera castigada a servir tres años enteros en la lavandería, reducida a una sierva, sin volver a preocuparse por ella.
¿Quién habría pensado que, tres años después, los marqueses aparecerían llorando ante ella?
—Caty, nos equivocamos. ¡Vuelve a casa con nosotros!
El orgulloso joven marqués pasó una noche entera de rodillas frente a su puerta. 
—Caty, ¿me perdonas?
El invicto general de Haro, cubierto de heridas y empapado en sangre, se presentó ante ella.
—Caty, ten compasión de mí. Mírame, aunque sea una vez más, ¿quieres?
Pero su corazón había muerto en aquellas interminables noches de tormento.
¿Compasión?
¡Ja! ¡Lo mejor sería que se murieran y se desintegraran!
Más tarde, conoció a un hombre que la llevaba en el alma y en la mirada. Y al verla sonreír en su felicidad, aquellos del pasado ni siquiera se atrevieron a acercarse un paso, temerosos de que, en los años venideros, ni de lejos pudieran volver a contemplar su rostro.