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Capítulo 03

Author: María José Martínez López
Después de insistir ante el jefe con mi renuncia, volví a mi escritorio para entregar mis casos pendientes.

Marcela Rivas, una compañera con la que siempre me llevé bien, me miró con tristeza.

—¿De verdad te vas, Vanesa? —me preguntó por lo bajo—. ¡Ahora tendré que ver todos los días a esos dos idiotas restregando su amor delante de mí!

Seguí su mirada. Leandro estaba explicándole un caso a Clarisa. Ella parecía molesta por algo que él le había dicho, hasta que él, de la nada, sacó una pulsera de Cartier para «compensarla». Clarisa sonrió feliz y se la puso enseguida.

Solo entonces Leandro alzó la vista y se topó con mi mirada. Se levantó sobresaltado.

—Vanesa, no es lo que piensas. Esta pulsera no significa nada… solo es un detalle común.

Con esa frase, todas las miradas se clavaron en nosotros.

Cinco años de relación y Leandro nunca me regaló nada de valor. Todos en la oficina creían que yo era de origen humilde, igual que él, y que ni siquiera sabía distinguir marcas de lujo.

Las miradas de compasión no tardaron en llegar. Incluso Marcela murmuró con rabia a mi lado:

—¡Sigues siendo su novia y ya te están tratando como una tonta!

Le apreté la mano con suavidad, pidiéndole que no reaccionara, y volví a mirar a Clarisa.

—La pulsera es bonita. Te queda muy bien —dije con una sonrisa tranquila.

Clarisa no parecía satisfecha. Seguía buscando una reacción.

—De verdad, Vanesa, no te enojes. Esta pulsera es muy normal.

¡Qué gracioso! No valía la pena enojarme por eso. Tengo varias pulseras como esa en la casa de mis padres en Ciudad Encina.

Leandro frunció el ceño.

—Vanesa, no empieces con tus dramas.

Suspiré.

—No estoy molesta. Solo dejen de suponer cosas sobre mí.

Mi tono calmado lo tomó por sorpresa, por lo que resopló con desdén.

—Más te vale.

Dicho esto, se sentó junto a Clarisa, como si nada.

—¿Y así los vas a dejar irse tan tranquilos? —susurró Marcela.

—Sí —respondí, encogiéndome de hombros, mientras ordenaba mis documentos—. Para mí, ya terminamos. Él es el único que no se ha enterado.

Cincuenta y dos intentos de boda. Ninguno funcionó. Ya no tenía fuerzas para seguir.

Al terminar la jornada, Leandro se acercó —por primera vez en mucho tiempo— a ayudarme a recoger mis cosas.

—Vamos, reservé a las ocho en Moonlight. Si salimos ya, llegamos justo.

Entonces notó que mi muñeca estaba vacía.

—¿Y la pulsera que te regalé?

—La dejé en casa. Temí que se rompiera.

Suspiró aliviado y sonrió.

—Antes no te la quitabas ni para dormir. ¿Desde cuándo te importa cuidarla tanto?

Antes de que pudiera inventar una excusa, Clarisa se acercó corriendo.

—¡Leandro, ya terminé de arreglar todo!

Leandro volteó de inmediato hacia ella.

—Perfecto. Espera en el coche.

La observé caminar directo al asiento del copiloto.

Cinco años de relación, y jamás me permitió sentarme ahí. Decía que ese lugar era para la futura señora Fuentes, por lo que solo podría ocuparlo cuando nos casáramos.

Clarisa se sentó sin dudarlo, con una sonrisa de triunfo.

Yo bajé la mirada. Ya no dolía.

En el restaurante, Leandro y Clarisa se sentaron juntos, del mismo lado. Ni se molestaron en preguntarme qué quería comer.

Me apoyé sobre el codo y miré por la ventana. Al fin y al cabo, después de mañana… ya no tendría que verlos más.

Cuando trajeron los platos, Leandro me sirvió cuidadosamente un tazón de camarones pelados.

—Aquí hacen los mejores camarones —me dijo con una sonrisa amable.

Lo miré, sorprendida de que aún pensara en mí.

—¡Fue mi recomendación! —exclamó Clarisa, sin perder oportunidad—. Vinimos la otra vez y Leandro se comió tres platos enteros, ¿cierto?

Él se sonrojó, nervioso.

—No digas eso delante de Vanesa...

—Ay, perdón, Vanesa. No quiero que pienses mal de él por una tontería —dijo Clarisa, tapándose la boca, risueña.

Los dos se reían, mientras yo observaba los camarones en mi plato, sin ganas.

Me obligué a comer uno, pero las náuseas no tardaron en invadirme, por lo que los empujé hacia él.

—No me gustan. Puedes comértelos tú.

El ambiente se tensó.

—¿Estás enojada? —preguntó Leandro con cuidado.

Negué con la cabeza.

—Están muy fuertes para mi gusto.

«Como ustedes. Demasiado empalagosos», pensé.

Después de cenar, él acompañó a Clarisa a su casa. Estaba algo borracha.

Fui yo quien cerró la puerta tras ellos.

Tan pronto salieron, pedí un taxi al aeropuerto.

En mi celular, Leandro me seguía escribiendo sobre «nuestra próxima boda». Al parecer, sentía algo de culpa.

«Esta vez yo la organizo. Te juro que no habrá más interrupciones.»

Le respondí con frialdad:

«Está bien.»

Sabía que no sería así. Esa boda también fracasaría como todas las anteriores.

Justo antes de abordar, llegó otro mensaje:

«Clarisa se sintió mal del estómago, así que hoy no voy a casa. Cuídate.»

Solté una risa seca.

«No pasa nada. Quédate en su casa si quieres. Yo ya me fui. Me mudé. Entre tú y yo, ya no hay nada.»

«Leandro Fuentes… que no se te ocurra buscarme.»

Una vez envié el mensaje, bloqueé su contacto.

Ya en el avión, vi por la ventanilla cómo Santa Lucía del Valle se alejaba lentamente, llena de luces.

Detrás, alguien se quedó… completamente perdido.
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