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Capítulo 5

Author: Lola
Rafael se quedó paralizado por un momento y sintió un vuelco en el pecho.

Volvió en sí, entonces frunció el ceño. Se acercó para sostenerla y preguntó con voz impasible: —¿Cómo te lastimaste?

Al ver a su mamá en ese estado, Mateo se mordió el labio, recordando sus palabras de hacía un momento.

Se le hizo un nudo en el pecho y también se sintió arrepentido.

Lo que había dicho no era sincero... solo estaba enojado porque mamá lo había estado ignorando estos últimos días y ya no lo miraba practicar violín como antes.

Celeste parpadeó, sonrió y dijo con tono cariñoso: —Rafael, aunque no sé cómo se lastimó la señorita Gabriela, será mejor que el doctor Andrés la examine. Cuando me lastimé antes, Andrés me atendió muy bien.

El doctor que mencionaba Celeste era Andrés Méndez, amigo de la infancia de Rafael.

Era uno de los médicos más reconocidos del hospital, casi imposible de conseguir. Los pacientes regulares tenían que esperar semanas para una consulta, pero para la familia de Rafael siempre había espacio en la agenda. En las ocasiones anteriores que Celeste se había lastimado, Andrés se había encargado de atenderla.

Celeste estaba recordándole a Gabriela que ella era muy importante para Rafael.

Pero Gabriela solo pensaba en irse. Con Andrés se curaría más rápido y podría marcharse cuanto antes.

—Está bien.

Gabriela sonrió ligeramente y no se negó.

Andrés se encargó de curarle la herida sin demora. Como medida preventiva, ordenó que le aplicaran suero intravenoso.

Celeste tenía otros asuntos, así que se fue temprano.

Entre el efecto del medicamento y el cansancio de la mala noche anterior, Gabriela se quedó profundamente dormida.

—Por suerte esta herida no es tan grave como aquella vez en primer año de universidad. —dijo Andrés mirando a Rafael de repente.

Rafael frunció el ceño: —¿De qué hablas?

—¿En serio no te acuerdas? —Andrés arqueó las cejas—. Cuando estabas en primer año y defendiste a Celeste, unos tipos te amenazaron. Gabriela apareció con sus guardaespaldas y los echó. Después quisieron vengarse con ella, pero ella y Sofía les dieron una paliza a todos. Aunque salió lastimada, les gritó que se largaran y que no te molestaran nunca más.

En aquella época la familia Morales todavía tenía poder y dinero, y Gabriela era la típica niña rica: hermosa, inteligente y capaz de todo.

Los chicos la cortejaban constantemente, pero cualquiera que la conociera sabía que estaba perdidamente enamorada de Rafael.

Rafael se quedó sin palabras.

Recordó aquel incidente: unos tipos habían molestado a Celeste y él había intervenido para protegerla, pero después lo amenazaron.

Siempre creyó que los matones se habían echado para atrás por miedo al apellido Sánchez, pero ahora descubría que todo había sido gracias a Gabriela.

Andrés sonrió con amargura. Palmeó el hombro de Rafael y le aconsejó: —Hermano, creo que te equivocaste con Gabriela. No es manipuladora. Por peor que estuviera su familia en ese momento, ella jamás habría armado una trampa así. Cuidado que por andar con ideas fijas te vas a arrepentir de muchas cosas.

Andrés se fue después de decir esto.

Rafael sacó un cigarrillo. Miró el letrero de prohibido fumar, luego posó la vista en el rostro dormido de Gabriela, pero no lo encendió.

Parecía no dormir tranquila. Su piel era tan blanca y delicada que hasta los vellos finísimos brillaban bajo la luz. Sus pestañas temblaban ligeramente, como si estuviera inquieta.

A pesar de la herida, conservaba esa belleza que lo había cautivado desde que la conoció, con esos labios que seguían siendo irresistibles y ese rostro que el tiempo no había tocado.

Al verla así, Rafael se sumió en sus pensamientos.

Desde el colegio, Gabriela había estado detrás de él. Sus familias eran amigas de toda la vida, pero a Rafael nunca le había caído bien esa niña mimada que siempre andaba pegada a él.

Cuando la familia Morales cayó en desgracia, ella se embarazó y se casó con él.

Él solo pensó que era una conspiración, pero... ¿si todo era un malentendido como decía Andrés?

Rafael se sintió aun más irritado.

Apartó la mirada y envió un mensaje a Diego: "Vuelve a investigar lo que realmente pasó aquella noche con Gabriela".

A Mateo se le llenaron los ojos de lágrimas. Levantó la cabeza: —Papá, no quería que mamá se lastimara, solo estaba enojado porque mamá me estaba ignorando...

Rafael acarició la cabeza de su hijo.

Miró hacia Gabriela con expresión seria y bajó la voz.

—No te preocupes, cuando mamá despierte, le pediremos perdón juntos. Ella no se va a enojar contigo.

Si lo que pasó en el pasado realmente fue un accidente, él también le debía una disculpa. De ahora en adelante, la trataría bien. Tal vez el abuelo tenía razón, él y Celeste ya eran cosa del pasado.

Gabriela se sumergió en un sueño profundo donde el pasado y el presente se confundían.

En su sueño volvía a ver a Rafael tal como era a los dieciséis años, ese joven que una tarde le había regalado una delicada figura de origami.

—No llores. Dime, ¿quién te molestó?

La tarde dorada enmarcaba la escena: aquel joven de mirada distante y fría observando a la chica de catorce años que lo contemplaba con ojos llenos de curiosidad.

La habían regañado por romper una antigüedad de su padre.

Al escuchar sus palabras, parpadeó con las lágrimas aún brillando en sus pestañas, con esa expresión inocente y algo perdida que la hacía ver tan tierna.

Pero pensaba: "Qué tonto es, ¿quién se atrevería a molestarme?"

—¿Te duele algo?

Una voz grave la arrancó de sus recuerdos, trayéndola de vuelta al presente.

Al ver al Rafael maduro e impasible de ahora, finalmente salió del trance.

—No.

Gabriela negó con la cabeza, sintiendo una mezcla extraña de claridad y melancolía.

Doce años había durado esta historia: enamorada desde los catorce, persiguiéndolo desde los diecisiete, y ahora, a los veintiséis, al fin aprendía a dejarlo ir.

El dolor la había dejado más vulnerable de lo habitual.

Al verla así, Rafael recordó a la chica que había conocido años atrás, y algo se movió en su pecho. Su voz se suavizó sin que se diera cuenta.

—Súbete al carro, vamos a casa.

Gabriela se quedó perpleja.

Se sorprendió por el tono de Rafael, pero no lo contradijo, solo sonrió ligeramente: —Está bien.

Mateo miró a su mamá con los ojos vidriosos y le tomó la mano con cuidado.

Ya en el carro, Mateo recordó las palabras de su papá y miró a Gabriela nervioso, mordiéndose el labio: —Mamá, perdón, yo no quería eso.

Mateo sabía que la tía Celeste era más bonita y simpática, pero esta era su mamá y tenía que quererla.

Gabriela se sorprendió. Era la primera vez que su hijo le pedía perdón, pero no sintió nada. Ni alivio, ni consuelo, solo vacío, como si esas palabras no la tocaran.

Al recordar las crueles palabras que le había dicho en el hospital, su corazón se endureció.

Sonrió: —No te preocupes, no estoy enojada contigo.

Su hijo no la amaba. Así de simple. Así de cruel. Se disculpaba solo porque así le habían enseñado que debía comportarse.

El niño pareció aliviado, pero siguió aferrado a su blusa.

Rafael observó el intercambio entre madre e hijo y rompió el silencio: —La próxima semana es tu cumpleaños, ¿has pensado cómo celebrarlo?

Gabriela se quedó inmóvil. De pronto se dio cuenta de la ironía: justo el día antes de marcharse cumpliría veintiséis años.

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