MasukEl día en que Rosa, el amor de mi esposo, enferma terminal, dio a luz a su hijo, mis suegros contrataron a diez guardaespaldas para vigilar la sala de partos y asegurarse de que yo no apareciera a hacer un escándalo. Pero la verdad es que nunca fui. Mi suegra, Melina, le tomó la mano a Rosa conmovida: —Rosa, mientras estemos nosotros aquí, ¡Fiona jamás podrá hacerte daño a ti ni a tu bebé! Mi esposo, Benito Cruz, con ternura en la mirada, la acompañaba durante el parto, secándole el sudor de la frente. —Tranquila, mi padre está con su gente en la entrada del hospital. Si Fiona se atreve a venir, la sacamos en el acto. Al ver que pasaban las horas y yo no aparecía, por fin se tranquilizó. Para él no tenía sentido pensar que yo fuera capaz de armar una escena. Solo quería cumplirle a Rosa su último deseo: ser madre antes de morir. ¿Por qué yo me empeñaría en arruinarlo? Cuando escuchó el llanto del recién nacido en brazos de la enfermera, no pudo evitar sonreír con alivio. Pensó que, si al día siguiente yo iba a disculparme con Rosa, se olvidaría de todas nuestras peleas. Incluso estaba dispuesto a dejar que yo criara al niño como si fuera mío. Lo que él no sabía era que, en ese mismo instante, yo acababa de entregar mi informe en la ONU. En una semana iba a renunciar a mi nacionalidad para unirme a Médicos Sin Fronteras. Y desde entonces jamás volvimos a vernos.
Lihat lebih banyakSe me escapó una sonrisa irónica. Ya me imaginaba su reacción.Al volver al campamento, una compañera se me acercó con curiosidad.—¿Ese guapo era tu novio? Vino desde tan lejos a buscarte. Eso sí que es amor. El mío, en cambio, apenas supo que me iba de voluntaria me dejó y ya anda con otra. Pero dime, ¿por qué no te fuiste con él?Guardé la caja de comida y respondí sin darle importancia:—No es mi novio. Es mi exesposo.Ella se quedó helada y no dijo nada más. Al poco, me olvidé del asunto.Dos años después, gracias a una oportunidad inesperada, pude regresar a mi país.Ya no era la misma: veía la medicina con más profundidad y con otra calma. Y esta vez volví acompañada de mi novio, Jorge.Nos conocimos en plena misión de rescate. Hubo una explosión y, agotada, con el azúcar por los suelos, me desplomé justo antes de que explotara otra bomba.Él se lanzó sobre mí, me cubrió con su cuerpo y me salvó la vida. Yo apenas salí con unos rasguños, pero él terminó con una pierna malherida.
Al ver mi firmeza, a Benito le entró el pánico. Me sujetó la mano con desesperación, la voz hecha trizas.—Perdóname, Fiona, sé que fallé. No debí engañarte, no debí pensar que con Rosa podía tener un hijo... Haz conmigo lo que quieras, pero no me digas palabras tan crueles.Agachó la cabeza, casi suplicando:—Ya estoy pagando el precio. Rosa está muy mal, los doctores dicen que le queda poco... quizá días. ¿Y yo qué voy a hacer solo con un niño? Tú me juraste que estarías conmigo toda la vida, ¿ya lo olvidaste?Con un tirón solté mi mano de entre las suyas.—Lo que pasó ya quedó atrás. Estamos divorciados, Benito. De ahora en adelante tu vida es tuya y la mía es mía. Y no olvides: el que rompió la promesa fuiste tú, no yo. Si la rompiste primero, ¿con qué cara me exiges que yo la cumpla?Lo miré sin pestañear, dejando claras mis palabras.—No voy a dar ni un paso atrás. Y mucho menos voy a convertirme en la niñera gratis tuya y de tu hijo. Olvídalo.Él, con los ojos llenos de lágrimas
Me quedé paralizada de golpe y, sin querer, se me vino a la cabeza la imagen de Benito.El corazón me dio un vuelco.¿Y si... de verdad era él?No terminé de reaccionar cuando, de pronto, apareció entrando, buscándome con desesperación.—¡Fiona, eres tú!Con los ojos rojos se lanzó hacia mí y me abrazó con fuerza. Sentí sus lágrimas resbalar por mi cuello.Entonces recordé el mensaje que mi abogado me había mandado justo antes de despegar: el divorcio ya estaba en marcha. Aunque Benito se opusiera, en cuestión de semanas la ley lo daría por terminado.¿Entonces qué hacía aquí? ¿Para qué había venido desde tan lejos?Me aparté con frialdad, con la mirada firme.—Benito, ya no somos marido y mujer.Al oírlo, se le llenaron aún más los ojos de lágrimas. Se le quebró la voz:—Fiona, no me rechaces, por favor. Crucé aeropuertos, pregunté en todas partes hasta que al fin logré encontrarte. No sabes lo que fue este mes sin ti. Mi madre... ya no está.Me quedé helada. Nunca imaginé que Melina
En el avión apoyé la frente contra la ventanilla y vi cómo el paisaje se hacía pequeño, hasta que una sacudida me echó hacia atrás y el avión despegó.Me recorrió una sensación rara, casi irreal.Desde ese momento sentí que ya no tenía un país al que llamar hogar: me entregaba al mundo entero.Tras más de diez horas de vuelo, mis compañeros y yo aterrizamos agotados.El contraste con mi tierra fue brutal. Allá reinaban la paz y el orden; aquí, la guerra lo teñía todo: hombres armados en cada esquina y el miedo constante de perder la vida por cualquier descuido.En la camioneta rumbo al campamento, el coordinador médico nos dio las primeras instrucciones y, casi sin dejarnos respirar, repartió una pistola a cada uno.—Salvar vidas es lo primero —dijo con voz grave—, pero ninguna vale más que la suya.Sus palabras me calaron hondo.Recordé mis años con Benito... cómo lo había puesto en el centro de todo. Era más importante que yo, más que mi propia vida. Y ahora me doy cuenta: ese muchac






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