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Capítulo 5

Author: Bollo Arrocero
Julieta aguantaba el dolor punzante en la pierna, haciendo un esfuerzo por responder a aquella voz que la llamaba:

—Bruno, aquí estoy…

Pero nadie contestó.

Abrió los ojos de golpe, la vista nublada por la sangre. El auto estaba vacío.

Solo estaba ella.

La persona que momentos antes había gritado su nombre no la había salvado.

En el instante en que la conciencia se apagó, Julieta cayó en un sueño.

Soñó con aquel año en que Bruno viajó para buscarla.

En ese entonces su club la retenía a la fuerza, y él, con los ojos enrojecidos, quiso apostar una carrera: si ganaba, se la llevaba.

Acababa de obtener la licencia profesional solo por ella, y aunque era la primera vez que tocaba un auto de carreras, se atrevió a enfrentar una ruta de montaña. Ella iba de copiloto como navegante. Pero todo salió mal. Al derrapar, él calculó mal la fuerza, y el coche rompió la valla de contención y rodó cuesta abajo.

En medio del caos, él la protegió con todas sus fuerzas, aunque la cabeza se le abrió contra el volante y la sangre le corría, no la soltó. Con el último resto de energía, la levantó hasta un saliente de roca sobre el techo del coche destrozado y, con la voz rota, le gritó:

—¡Agárrate fuerte!

Él, en cambio, se deslizó con el chasis destrozado hacia el vacío, medio cuerpo colgando del abismo, a punto de hacerse pedazos.

Cuando al fin lo rescataron, quedó débil en su regazo, desvariando, pero sin olvidar lo esencial: que ella debía volver a casa.

—Julieta, ellos solo quieren que generes dinero, yo solo quiero que estés a salvo… Pase lo que pase, siempre te voy a proteger, vuelve conmigo, ¿sí?

Ella estaba a punto de responder, pero la imagen se apagó de golpe, arrancándola del sueño.

Esta vez, él no la había protegido.

Julieta pestañeó, una lágrima se deslizó hasta caer sobre la funda de la almohada.

El hombre sentado a su lado se iluminó al verla:

—¡Julieta, despertaste!

La enfermera que le cambiaba las vendas sonrió también:

—Por fin despertó. El doctor Castro estuvo cuidándola día y noche, se le enrojecieron los ojos de no dormir. Hasta yo quisiera ser su hermana para recibir tanto cariño.

Julieta, aún aturdida, murmuró:

—¿Hermana?

—Claro, ¿no eres la hermana del doctor Castro? —dijo la enfermera mientras recogía las cosas—. Esta mañana su esposa, Tania, vino a verla. Lloraba desconsolada y me pidió que apenas usted despertara le avisara de inmediato.

Un golpe seco rompió el aire. El vaso de cristal en la mano de Bruno se hizo añicos contra el piso.

La enfermera dio un brinco, calló de inmediato y salió corriendo a llamar a limpieza.

Julieta también se sobresaltó, y de pronto los recuerdos rotos encajaron.

La imagen de Bruno abrazando a Tania, alejándose con ella, y su propia desesperación, tendiéndole la mano al borde de la muerte, ignorada por él como si fuera invisible.

Alzó la mirada hacia Bruno. En sus ojos, el desorden y el miedo eran imposibles de ocultar.

Ella torció apenas los labios, con la voz helada:

—Explica.

Bruno se quedó helado un segundo y de inmediato le tomó la mano con nerviosismo:

—¡Esas son puras tonterías que dijeron! Seguro como te parecían tan jovencita, pensaron que eras mi hermana.

—Bien. Te creo.

Julieta lo interrumpió. En su tono no había nada, ni reproche ni emoción.

Las palabras de Bruno se le atoraron en la garganta.

No. Ella no debía estar así.

Ella debía llorar, debía enojarse, debía preguntarle por qué salvó primero a Tania, debía molestarse porque dejó que todos malinterpretaran su relación.

Pero no lo hizo. Estaba tan tranquila como un lago muerto.

El pánico lo recorrió de arriba a abajo. Quiso decir más, pero Julieta ya había cerrado los ojos.

—Tengo sueño.

La culpa le pesaba como una losa.

—Julieta, fue mi culpa. No debí dejar que Tania condujera. Ya la regañé. Si quieres gritarme, pegarme, lo que sea, hazlo, pero no te lo guardes.

Ella apartó la mano con frialdad. Cuando volvió a abrir los ojos, solo quedaba vacío en su mirada.

—De verdad tengo sueño.

Algo estaba mal. Muy mal.

Bruno perdió el control por dentro. Esa sensación de perderla era un abismo que lo absorbía entero.

Antes de poder decir una disculpa, el médico de guardia entró a revisar la sala y lo llamó afuera.

Apenas él dio la espalda, los ojos de Julieta se enrojecieron de golpe.

Solo que esta vez, por mucho que doliera, ya no quedaban lágrimas.

Su corazón había muerto en el instante en que Bruno se dio la vuelta y se fue.

Se secó el rabillo de los ojos, resecos, y solo quiso dormir un rato. Al despertar, se iría lejos de ese hombre.

Pero justo cuando cerraba los ojos, la cama de al lado estalló en gritos.

—¡Ya basta de llorar! —regañó una mujer—. La señora de al lado es piloto de carreras, se rompió la pierna y nunca más podrá volver a manejar, y ni siquiera llora. Tú solo te torciste un pie, ¿qué tanto escándalo?

—¡No! ¡Yo no quiero romperme la pierna, no quiero!

El llanto de un niño inundó la sala, y se metió en los oídos de Julieta.

¿Pierna rota?

Su mente explotó como un trueno.
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