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Capítulo 4

Author: Elías Mar
En el salón privado, la luz caía directo sobre la cara de Octavio. Su expresión era tan serena como la de una escultura. Entre los dedos sostenía un cigarrillo, y el filtro ya le estaba quemando la piel, tanto que se sintió un olor a carne quemada.

Era su dedo. Pero parecía estar anestesiado. Se levantó rápido y se agachó para recoger su saco, porque se había caído del respaldo del sofá. Su cara seguía impasible, aunque en sus ojos había rastros de tristeza.

—En el hospital hay un imprevisto, me tengo que ir.

Salió caminando a paso largo, como si no quisiera quedarse ni un segundo más. Fabricio trató de ir tras él, pero lo perdió de vista y tuvo que regresar al salón.

En ese momento, una compañera que había estado callada se animó a hablar; en voz baja, y clara para que todos la oyeran.

—¿Nunca han oído el chisme?

Le preguntaron:

—¿Cuál?

—Que Noelia y Octavio estudiaron juntos en la Universidad de San Eladio y que tuvieron una relación secreta durante tres años.

Varios abrieron la boca, estaban sorprendidos.

Yolanda alzó la voz.

—Marisol, ¿estás bromeando o qué? ¿Noelia? ¿Esa gorda y fea? ¡Jamás! ¿Cómo iba Octavio a rebajarse de esa manera?

Alguien dijo:

—Sí, Marisol, ¿no estarás confundida? Si Noelia fue capaz de conquistar a Octavio, entonces yo hubiera hasta podido casarme con él.

Enseguida un chico intervino:

—No es para tanto… Noelia sí era gorda, pero no fea. Tenía la piel muy blanca y una voz muy bonita.

Cuando Marisol lo escuchó, agregó:

—Es cierto. Mi hermana estudiaba en la Universidad de San Eladio y ese chisme fue muy famoso, una muchacha con sobrepeso y el “galán intocable” saliendo en secreto por tres años. Si no me creen, pues pregúntenle a Octavio.

Pero nadie se atrevió a hacerlo. Aunque sonaba falso, la seguridad de Marisol convenció a varios de ellos.

—Y… ¿Noelia en serio se murió? —alguien preguntó.

Yolanda suspiró y dijo:

—Seguro que sí. Si Ignacio dijo que la vio con un tumor enorme…

—Es verdad, si no, entonces ¿por qué nadie ha podido contactarla en todos estos años?

En la era de las redes, eso simplemente significaba una cosa.

Octavio, quien iba caminando a paso largo, giró en la esquina y chocó de frente con alguien.

La voz delicada de una mujer exclamó:

—¡Ay!

Aitana se tambaleó, intentó aferrarse a algo y acabó sujetando con fuerza la camisa de un hombre.

—Perdón… —dijo sin pensar.

Cuando levantó la vista y vio esa cara conocida, palideció. No esperaba encontrárselo otra vez. ¿El mundo era así de pequeño?

—Perdón —respondió él sin detenerse, y siguió su camino. Necesitaba un lugar seguro para calmarse un poco.

El aire quedó impregnado de una fragancia masculina.

Aitana estaba paralizada. Solo había ido al baño y había vuelto a encontrarse a esa persona con la que alguna vez fue tan cercana.

Miró al suelo y vio un corbatín, hecho de un material carísimo. Aitana lo recogió y empezó a seguir a Octavio, pero se detuvo a los pocos pasos.

Ya no tenían ninguna relación. Ser desconocidos era lo mejor para los dos.

De vuelta en casa, después de ducharse, Aitana se recostó y observó atenta el corbatín sobre la mesita de noche. Lo acarició con los dedos, pensativa.

Sus gustos parecían no haber cambiado: seguía usando esa marca exclusiva, elegante y de calidad.

De repente, el timbre del celular interrumpió sus pensamientos.

Contestó:

—¿Hola, abuela?

—Noelia, ¿por qué me enviaste dinero otra vez? No lo necesito, aquí no gasto nada.

Aitana sonrió con gracia.

—Tranquila, guárdalo para cuando yo lo necesite.

Charlaron un poco. Aitana había pensado en viajar con Isidora antes de que empezaran las clases en el colegio, pero el trabajo no se lo permitió. Decidió que, cuando se estabilizara, traería a su abuela unos días a la ciudad.

Ella era su única familia.

Antes de colgar, la voz de la abuela de Aitana se volvió a escuchar.

—Noelia, tu tío… sea como sea, sigue siendo tu tío. Volvió hace poco y preguntó por ti.

Ella no quería preocuparla.

De niña, sus padres se divorciaron; su madre se fue y nunca regresó, ni siquiera cuando su abuelo falleció. Tenía vagos recuerdos de ella. De su padre solo recordaba que era un adicto al juego, cuando ganaba, le compraba algo, cuando perdía, la dejaba con los abuelos.

—Lo sé, abuela —respondió en voz baja.

No pensaba volver a hablar con su tío y su tía, así vivieran en la misma ciudad que ella.

Colgó y guardó con sumo cuidado el corbatín en una bolsa sellada.

Esa semana, al llevar a Isidora a su control médico, evitó a Octavio. Si él atendía los martes, ella iba el lunes o el miércoles. Pero en un hospital siempre hay cruces.

En una ocasión, mientras subían al ascensor lleno de gente, escuchó sin querer a una enfermera llamar a alguien:

—Doctor Villalba.

Detrás de ella, escuchó la voz grave de Octavio.

Aitana apretó la mano de Isidora. Podía sentir su respiración.

Cuando llegaron al tercer piso, ambos se dirigieron al mismo sector. Ella se quedó en la fila del consultorio 06, y él entró al 08.

—Mamá, tienes las manos sudadas —dijo Isidora, mirándola fijamente.

Ella bajó la vista, soltó apenada su mano y vio las palmas de sus manos húmedas. Cada reencuentro con Octavio le provocaba ansiedad, aunque supiera que él no la reconocería. Para ella, volver a verlo era siempre una casualidad terrible.

Al final, dejó el corbatín en la recepción.

Esa noche, fue al cuarto de Isidora. La niña dormía abrazada muy cómoda a su conejo de peluche, con su cara tan parecida a la de Octavio.

Luego, en el baño, Aitana se miró al espejo, era delgada, con su piel clara, un hermoso cabello largo y unos labios rosados. Nadie podría asociarla con aquella muchacha con sobrepeso de hacía siete años.

En una ciudad como Alamida, con más de diez millones de personas, un cruce de miradas no era más que un simple momento pasajero entre desconocidos.

Por la noche, Octavio volvió a la casa de su familia.

Durante la cena, Leandro Villalba suspiró y tiró los cubiertos. Elvira Falkner lo fulminó con la mirada, y luego se volteó hacia su hijo menor.

La mejor amiga de Elvira había muerto en un accidente aéreo, dejando a un hijo de doce años, Camilo Cordero, quien fue adoptado por ella y su esposo. Desde entonces el niño era un Villalba.

A los treinta y tres, Elvira tuvo a su hija, Olaya, y junto con Camilo dirigieron Inversiones Globo Villalba.

A los cuarenta y cinco, tuvo mellizos: Patricio y Octavio.

Veinte años atrás, un secuestro sacudió Alamida: ambos fueron raptados, pero uno no sobrevivió. Octavio fue el que se salvó. El trágico recuerdo todavía hacía llorar a Elvira, aunque lo disimulaba muy bien en las reuniones familiares.

Se fijó en su hijo menor: siempre ejemplar, salvo en lo sentimental, donde el profundo vacío era evidente. Varias veces había sospechado que tenía algún problema psicológico.

—Octavio, este miércoles tenías que reunirte con la hija de la familia Requena y no fuiste —dijo con seriedad.

Él respondió despreocupado:

—Ajá.

—¿Ajá, así no más? La señorita Paloma Requena es muy hermosa, cuando era niña venía mucho a nuestra casa. Su abuelo, Abelardo Requena, fue camarada de tu abuelo. Al menos conócela; aunque no te guste, primero debes saber cómo es… ya casi tienes treinta años.

Octavio se puso de mal humor y le dijo:

—Si eso quieres, entonces organízame la cita.

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