El Reencuentro Inevitable

El Reencuentro Inevitable

By:  Elías MarIn-update ngayon lang
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Aitana Rosales llevó a su hija al hospital para una consulta, y el médico resultó ser su novio de hace muchos años. Después de siete largos años sin contactarse, ella ya había cambiado de nombre y apellido, y había pasado de ser una chica con sobrepeso a una mujer de esbelto cuerpo. Él no la reconoció, y mucho menos sabía que ella había dado a luz a su hija. Agarrándole la mano a su mamá, Isidora preguntó: —Mami, ¿por qué lloras? Aitana no supo qué responder, solo quería darse la vuelta y salir corriendo de allí. En su adolescencia, ella había tenido un amor secreto y por fin logró conquistar a ese hombre tan apático. En la Universidad de San Eladio, estalló un gran escándalo: el popular Octavio Villalba, elegante e inalcanzable, tenía una relación secreta… y su misteriosa novia resultó ser nada más y nada menos que una muchacha con sobrepeso. Ella se convirtió en el blanco de muchas burlas y críticas. Una voz grave que le resultaba familiar le dijo: —Solo es un juego. Pronto me iré del país. Aitana le puso fin a ese amor sin futuro. Volver a encontrarse con él rompió la calma en la que vivía. Ella trató de una vez por todas de trazar una línea clara entre su mundo y el de él… pero terminó en su cama. Él recurrió a infinidad de cosas desde amenazas, halagos, fingir estar enfermo, ser romántico e incluso ahuyentar a todos sus pretendientes. —Octavio, ¿sabías que tengo novio? Dentro del Maybach, unos dedos largos y firmes se aferraron a la estrecha cintura de la mujer mientras él besaba sus labios con desesperación. —Entonces, ¿qué tal si soy tu amante? Tengo más dinero que él, soy más joven y puedo hacértelo mejor. Hace siete años, el que mantenía una relación secreta con ella era él, siete años después, el que quería ser su amante era él. Ella le dijo que estaba loco, y él, mirándola fijamente, contestó que sí…

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Kabanata 1

Capítulo 1

Aitana Rosales nunca pensó que volvería a cruzarse con Octavio Villalba.

Ese día, llevó a su hija de seis años al hospital para un chequeo. La niña tenía una cardiopatía de nacimiento y siempre iban con rigurosidad a sus controles. Pero en cuanto abrió la puerta del consultorio, quedó paralizada.

Un hombre estaba frente a la computadora, con unas gafas sin montura en su tabique recto. Con su bata blanca impecable, el doctor imponía y daba una sensación de elegancia y seriedad.

Aitana palideció al verlo.

Ese día había sacado cita con el especialista, el doctor Borrero, pero como estaba ocupado en una consulta externa, le hizo caso a la enfermera y cambió de médico.

La enfermera le dijo que el doctor Villalba recién había llegado al hospital, acababa de terminar su doctorado en el extranjero, además era el alumno favorito del doctor Borrero, y que ahora atendía en cirugía cardíaca externa, consultorio 8.

Aitana seguía paralizada en la puerta, con sus dedos delgados apretando con fuerza la perilla. Apresurada, se acomodó el tapabocas.

Solo podía pensar en cómo salir de ahí con su hija.

Siete años.

¿Él cuándo había regresado al país?

La vida de Aitana había sido tranquila y estable, jamás se imaginó que volvería a ver a Octavio. Ahora se sentía ansiosa, no sabía qué hacer.

Por instinto, apretó la mano de su hija. Estaba tan ansiosa que sus manos empezaron a sudar.

En ese momento, escuchó la voz grave de un hombre.

—Sigan, por favor.

Octavio levantó la mirada hacia la puerta. A través de los lentes, tenían una mirada distante. Cuando sus miradas se cruzaron, a Aitana se le empezó a entrecortar la respiración.

En su mente se mezcló el hombre de veintiocho que tenía en frente y el muchacho de veintiuno, que recordaba como el “galán” de la Universidad de San Eladio, el que había tenido una relación a escondidas con una muchacha de noventa kilos.

Aitana lo miró fijamente, apretando los dientes, mientras intentaba controlar el impulso de irse corriendo con su hija.

Los ojos de Octavio se fijaron en ella mientras con los dedos daba golpecitos en la mesa.

—¿Isidora Rosales, cierto? Déjeme la historia clínica.

Aitana recuperó un poco la calma, aunque seguía pálida. Se tocó la cara y sintió el tapabocas, como si eso le diera una ilusión de seguridad por un momento.

Él no la había reconocido.

Porque ahora se llamaba Aitana Rosales y no Noelia Bazán, que era el nombre con el que él la había conocido.

Tampoco era la muchacha con sobrepeso de antes, con su metro setenta, ahora apenas pesaba cincuenta kilos.

La hija de Aitana se acercó silenciosa y se sentó en la silla para que él la revisara.

Cuando estuvo más cerca, Aitana lo observó atenta: recordó esa vibra intensa que sentía al estar a su lado. Por instinto, puso la mano en el hombro de su hija.

De reojo, miró la cara del hombre. Todo en él le parecía tan distante. Bajo su bata blanca, tenía una camisa de tela fina.

El hombre revisó a la niña con seriedad, y luego dijo:

—Obsérvela bien todos los días. Lo ideal es que en dos o tres años esté lista para la cirugía. El costo ya debería saberlo.

Octavio miró el bolso negro de cuero que ella llevaba en el brazo, las agarraderas estaban desgastadas, luego miró sus jeans desteñidos y por último los tenis blancos. Su aspecto era bastante sencillo, y ahorrar tanto dinero para la operación era algo difícil.

En el hospital, casos así eran muy comunes.

Pero ese día Octavio no pudo evitar mirarla dos veces. Delgada, alta, con piel clara y tapabocas. A primera vista parecía joven, pero su hija ya tenía seis años.

Su cuello largo, con suaves mechones de cabello cayendo sobre su frente, le daba un aire delicado. Ella mantenía la mirada firme hacia abajo, aun sin mirarlo. De pie, detrás de la niña, parecía una guardiana hecha de piedra. El tapabocas le cubría casi toda la cara, y solo dejaba ver unos brillantes ojos algo cansados.

Desde que entró, casi no había hablado.

Octavio pensó que ella quizá pidió cita con el doctor Borrero y no le gustaba que él fuera más joven. Entonces le dijo:

—Si no está de acuerdo con mi diagnóstico, puedo pasar su cita a pediatría. El doctor Olivares debe seguir aquí. Así que si quiere puede llevar a su hija y escuchar otra opinión.

Ella respondió, con el flequillo tapándole las cejas y los ojos:

—Perdón por la molestia.

Tomó la historia clínica y salió con la niña.

Octavio la miró mientras se alejaba, aún más intrigado. Cuando ella salió, el doctor se acomodó un poco las gafas y siguió trabajando. Atendió a dos pacientes más. Luego, en una pausa corta, puso agua a hervir y contestó una llamada de su antiguo compañero y monitor de clase, Fabricio Alarcón.

—El veinte de este mes hay una reunión del grupo de tercero B. Los que estamos en Alamida ya confirmamos asistencia. Como estuviste lejos tantos años, ahora que por fin regresaste no puedes faltar.

Octavio solo respondió:

—Ajá. Pues, depende del horario, todavía no tengo el calendario.

—Octavio, tú como siempre tan ocupado… De todas las reuniones, tú y Noelia son los únicos que nunca han venido. ¿La recuerdas? La gordita. Después de graduarse, desapareció del planeta. —Insistió—. Oye, oye, ¿me escuchas?

—¿Aló?

—Tal vez sea que la señal esté mala.

El hervidor empezó a zumbar y el agua caliente se derramó, empapando unas hojas en la mesa.

Octavio quedó inmóvil, con el teléfono en la mano, mirando fijamente al vacío.

La puerta del consultorio estaba abierta.

Una enfermera que pasó por allí, al ver el desastre, entró rápido y dijo:

—¡Ay, el agua! Doctor Villalba, ¿está bien?

Él reaccionó, se puso de pie sin contestar y fue a la ventana. Aun con el teléfono en la mano, le preguntó:

—¿Ella nunca ha ido a las reuniones?

Su tono sonó tranquilo, pero su mirada era intensa y perdida.

—¿Quién? Creo que tu señal está mal… Ah, Noelia. No, nunca, no hemos sabido nada de ella.

Fabricio siguió hablando, pero Octavio ya no le prestaba atención.

Una enfermera joven, sonrojada, limpió el desastre, ordenó con cuidado los papeles y quería conversar con el doctor guapo, pero él estaba en otro mundo, así que ella prefirió retirarse.

Ese día no logró concentrarse en las tres consultas que quedaban. Cuando por fin terminó la mañana, abrió el cajón y sacó una caja de terciopelo azul. Adentro había un bolígrafo negro, que solía usar. La usó durante seis o siete años y ya se veía gastada, hacía poco se le había caído, la mandó a reparar porque se le salía la tinta. Pero no la volvió a usar y la guardó como algo valioso.

Se masajeó la cabeza, sintiéndose extrañamente cansado.

***

Aitana iba en el bus con su hija.

No podía parar de recordar los viejos tiempos con Octavio, como por ejemplo la reunión de hace siete años.

Era el cumpleaños de Octavio.

Ella, en ese entonces Noelia, llegó contenta a la puerta del salón privado, pero adentro solo escuchó ciertas burlas y bromas, y la gente gritaba:

—¡Mira eso en el cuello de Octavio! ¡Es un chupetón! Octavio, ¿no me digas que te acostaste con esa horrible gorda?

—¿En serio, Octavio? ¿Esa horrible gorda es tu novia?

—Bueno, eso en cuatro no se ve, jajaja.

—¿Es cierto lo del foro? ¿Estás saliendo con ella?

—Es que esa gorda lo chantajeó con lo de Maura, si no, ¿cómo iba a estar con una ballena así?

Y entonces, Octavio por fin habló.

Su voz grave y fuerte hizo que todos se callaran.

—Sí, solo es algo de paso. El próximo mes me voy del país.

Ella se quedó afuera del salón, con los ojos llenos de lágrimas y sintiendo un profundo vacío en el pecho.

Octavio había nacido en una familia rica, era un tipo importante, y ella siempre tuvo claro que lo suyo con Octavio no iba a durar por mucho tiempo. Sabía que tarde o temprano él se iría al extranjero.

Ese día, en su cumpleaños veintiuno, pensaba celebrar y poner fin a la relación. Pero todos sus sentimientos terminaron enterrados entre palabras crueles.

Ella le regaló una pluma negra, que le costó doscientos dólares, el salario de dos meses de trabajo de medio tiempo.

Sus amigos se burlaron:

—¿De dónde salió esta estúpida baratija? ¿Será que se la regaló la gorda?

—¿Desde cuándo Octavio usa esa marca tan barata?

—Mamá… —La voz de la niña la sacó de sus recuerdos.

La pequeña le apretaba la mano. Aitana la abrazó, mirando esa carita que cada día se parecía más a la de Octavio.

—Mamá, ¿ese doctor que me atendió hoy… es mi papá?
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