Capítulo 4

Al principio, nuestra casa ni siquiera tenía cerradura con clave.

Hace cinco años, para ahorrar y poder seguir investigando, vivíamos en un cuartito húmedo de barrio que costaba apenas cien dólares al mes.

Una noche, después de trabajar hasta tarde en el laboratorio, regresé y me topé con alguien intentando forzar la puerta.

Por suerte, Alberto llegó justo a tiempo, llamó a la policía y evitó que pasara una desgracia.

Desde entonces me prohibió trasnochar en el laboratorio.

Y esa misma noche, en aquel departamento de una sola pieza lleno de manchas de moho, me abrazó y me juró que algún día me daría una casa grande, con la cerradura más segura que existiera.

Y ahora... justo cuando parecía que la vida por fin nos sonreía, esa cerradura que habíamos elegido juntos era la que me dejaba a mí afuera.

Justo cuando me di la vuelta para irme, la puerta se abrió desde adentro.

—¿Qué pasa tan temprano? ¿No dejan dormir?

Una mujer salió con la lencería resbalándole del hombro y un chal de gasa que apenas alcanzaba a cubrir las marcas rojas en su piel.

—Ah, con que eras tú, Andrea —dijo con una sonrisa torcida—. ¿Pasa algo? Alberto está rendido de anoche y sigue en la cama. Si tienes algo urgente, dímelo a mí y yo le paso el recado.

Mientras hablaba, Camila se acarició el vientre abultado y, con aire provocador, dejó que el chal resbalara un poco más, luciéndose como si fuera la dueña de la casa.

Antes me habría puesto hecha una furia, sin poder contenerme.

Pero hoy no: respiré hondo, pasé de largo su provocación y entré sin siquiera mirarla.

—Solo vine a recoger mis cosas. Me iré en cuanto termine —dije, conteniendo la voz.

Empujé el cochecito de mi hija y avancé por el pasillo, evitando mirar a los lados.

Pero cuando abrí la puerta de mi habitación, el vacío me dio de frente: no quedaba nada mío.

Ni en la mesa de noche, ni en las paredes... nada.

En su lugar, solo estaban las fotos de Alberto y Camila: en Islandia, posando bajo las auroras; buceando entre delfines; besándose en la cima de una montaña al amanecer.

Todo eso que conmigo nunca hizo.

Más que dolor, lo que me invadió fue una vergüenza honda.

En cinco años de matrimonio, en cada uno de mis cumpleaños pedí lo mismo: que Alberto me regalara aunque fuera un rato de su tiempo.

Él siempre sonreía y juraba que al año siguiente se haría un espacio para mí.

Y yo le creía... una y otra vez.

Hoy, al fin entendí: no era falta de tiempo, era que estaba demasiado ocupado acompañando a su alumna.