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Capítulo 3

Author: Anónimo
Conocí a Leonardo en la universidad.

En aquel entonces, me desvivía todos los días preparándome para una entrevista.

Cada madrugada, antes de que amaneciera, ya estaba en la pista, ensayando en voz alta como si estuviera en la entrevista.

Hasta que, un día, escuché una risita detrás de mí.

Leonardo apareció desde las gradas, con esa mirada traviesa.

—Te he escuchado tantos días presentarte —me dijo, sonriendo—. ¿Qué tal si me tomas por el entrevistador y practicas conmigo? Así será más real.

Su mirada era limpia, sin una pizca de burla.

Yo, con las mejillas ardiendo, acepté.

Desde entonces, el amanecer en aquella pista se convirtió en nuestro secreto tácito.

Nos fuimos acercando cada vez más y, al graduarnos, estar juntos fue lo más natural del mundo.

El día de nuestro segundo aniversario, me pidió matrimonio.

Yo, con los ojos llenos de lágrimas, dije que sí y lo abracé como si el mundo pudiera derrumbarse en ese instante.

Entonces pensé, con una certeza absoluta, que él sería el amor de mi vida.

Planeamos ir al registro civil el siguiente Día de San Valentín.

Pero ese día, lo esperé ahí, todo el día, y nunca apareció.

Esa noche me abrazó con un aire culpable.

—Perdón, amor. Hubo un imprevisto en el trabajo, ¿podemos ir otro día?

Y yo le creí.

Después, cada vez que planeábamos ir, siempre aparecía algún imprevisto que le impedía llegar. Así hasta hoy.

Yo nunca me quejé. Lo seguía amando, seguía confiando en él con el corazón entero.

Jamás pensé que, al final, no sería su esposa… sino la otra.

Miré la foto del acta de matrimonio en mi pantalla, y sentí el corazón abrirse en una herida que no dejaba de sangrar.

Cinco años entregándole todo de mí, necesito una respuesta.

Cuando llegué a casa, Leonardo aún no había vuelto.

Lo llamé, pero colgó al primer timbrazo.

Un segundo después, un mensaje entró en mi pantalla:

Leonardo: "Amor, estoy en una reunión."

Vi esas palabras y me quedé en silencio.

Si no hubiera visto por casualidad el video de Alicia, tal vez habría vuelto a creer en sus excusas.

La verdad es que, después de las primeras veces que falló a nuestra cita para casarnos, sí dudé.

Pero su forma de cuidarme, de amarme, era tan perfecta, tan real, que terminé convencida de que mis sospechas eran absurdas.

Dicen que, cuando la confianza empieza a resquebrajarse, ya no hay forma de detener las dudas.

Y ahora no puedo dejar de pensar, si me mintió en esas siete veces, ¿cuántas otras mentiras habrá en todo lo demás?

¿Su cariño también fue una farsa?

¿Sus "te amo" eran solo palabras vacías?

Y cuando me llamaba amor, ¿hablaba conmigo, o con Alicia?

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, sentí como si alguien me apretara el cuello hasta dejarme sin aire.

Nunca en mi vida me había sentido tan engañada.

Le mandé un mensaje pidiéndole que volviera a casa de inmediato.

Respondió casi al instante:

Leonardo: "Amor, ya voy de camino."

El reloj en la pared seguía marcando el tiempo, tic-tac, tic-tac.

Dos horas después, Leonardo entró apresurado.

—En la oficina surgió algo que no podía dejar… —dijo, algo agitado—.

—¿Qué pasó, amor? ¿Pasó algo grave?

Como siempre, se acercó a mí intentando rodearme con los brazos, con esa misma paciencia y ternura que había tenido durante cinco años.

No le pregunté por qué ese ya voy se había convertido en dos horas de espera.

Ya había encontrado la respuesta en los comentarios del video de Alicia. Habían ido juntos al río a soltar farolillos y pedir deseos.

Me aparté de su abrazo con un gesto casi imperceptible, y lo miré con calma.

—Leonardo, hoy era nuestra séptima cita para ir al registro civil.

Su rostro se tensó por un instante, pero enseguida se cambió a esa máscara de impotencia.

—Siempre pasa algo en el trabajo justo cuando tenemos que ir. Pero te juro que si vuelve a ocurrir, renuncio. No puedo perderte, amor.

Lo observé en silencio, intentando encontrar aunque fuera una sombra de culpa en sus ojos.

Pero no había nada.

Su mirada seguía tan limpia como hace cinco años, lo único que mostraba era fastidio por las órdenes de sus superiores.

Sin embargo, yo sabía que aquel chico de hace cinco años ya no existía.

Al ver que mi expresión seguía igual de fría, rodeó mis hombros.

—Amor, ya somos como un matrimonio de toda la vida. El papel puede esperar.

—Créeme, mi única esposa siempre serás tú.

Esas frases halagadoras las decía cada vez que incumplía la promesa de casarnos.

Solía pensar que tenía razón, que lo único que faltaba era un papel.

Hoy comprendo que lo que falta no es un papel, sino un abismo imposible de cruzar.

Al fin y al cabo, la esposa reconocida por la ley no soy yo.

Yo apenas soy la otra.

Lo miré con frialdad.

—Cuando me llamas amor, ¿hablas de mí… o de Alicia, la que de verdad aparece como tu esposa ante la ley?
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