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Capítulo 3

Author: Lita Candela
Había pasado mucho tiempo desde aquel beso descontrolado en el desierto. Samantha había seguido a Bruno hasta Dunas, una ciudad a más de mil kilómetros de distancia, el poblado más próspero en esa desolada frontera norte. Ahí encontraron un hotel decente con baño.

—Chrrrr.

Pudo quitarse de la cara la arena y el polvo que la cubrían. Con su metro setenta y tantos de estatura y un cuerpo sano y bien formado, parecía una rosa que se abre paso entre las espinas del desierto, deslumbrante.

Sobre el lavabo descansaban las llaves del Jeep, una garantía que él le había dado.

Samantha se observó en silencio frente al espejo. No había rastro de debilidad o miedo en ella. En sus ojos, resilientes y discretos, solo se veía una ambición pura por salir adelante.

Sabía que Bruno era su trampolín para escapar de la vida que tenía y que su corazón le pertenecía a otra mujer, pero no le importaba.

Quería ver el mundo, el horizonte azul, los rascacielos de los libros, todo aquello que nunca había visto. Al ver su reflejo limpio en el espejo, su determinación se hizo inquebrantable. El beso de aquella noche fue como un espejismo; no volvió a repetirse.

Debido a la tormenta de arena, el hotel estaba lleno. Cuando llegaron, solo quedaba una habitación. Se quedaron en ese pequeño pueblo fronterizo durante un buen tiempo, hasta que un día, algo inesperado ocurrió...

***

Después de bañarse, Bruno se recostó en la cabecera de su cama y sacó un celular negro de su mochila para encenderlo. Desde el momento en que lo prendió, el aparato no dejó de vibrar con notificaciones.

Algo en la pantalla hizo que su cara se pusiera pálida y su expresión se volviera seria. Una hostilidad reprimida emanaba de él.

No dijo nada. Se quedó quieta bajo las sábanas, observándolo en la otra cama mientras él luchaba por controlar sus emociones.

La luz de la habitación se apagó.

Se incorporó, dándole la espalda. Un silencio de contención llenó el pequeño cuarto. Momentos después, la puerta se abrió y se cerró.

No regresó por un largo rato. Cuando lo encontró ebrio en la cantina de abajo, una sombra de preocupación cruzó la mirada de Samantha.

El licor de la región no quemaba al pasar, pero pegaba con una fuerza traicionera. Estaba bebiendo el licor artesanal más famoso de la zona, uno preparado con hierbas locales.

Cuando una mujer que lo había estado mirando con deseo iba a ponerle una mano en el hombro, ella la interceptó.

—Es mío.

Su voz sonó tan cortante como el viento nocturno del desierto. De ella emanaba un aura peligrosa, muy distinta a como era normalmente.

Tras llevarlo a rastras hasta la cama del hotel, Samantha escuchó lo que decía entre balbuceos.

—¿Por qué... por qué siempre lo escoges a él?

En la habitación oscura, le pasaba una toalla húmeda por el cuerpo, que ardía cada vez más. La diferencia de temperatura entre el día y la noche era drástica en la frontera. Ese licor de apariencia inofensiva era en realidad una bebida vigorizante que encendía la sangre.

Los hombres de la región a lo mucho se tomaban media jarra. Pero él se había bebido cuatro o cinco, así que no era de extrañar que su cuerpo estuviera ardiendo.

El alcohol se le subió a la cabeza, dejándolo con la boca seca. Sentía la sangre hervir, como si lo estuvieran asando a fuego lento. El calor se concentraba en un solo punto, impidiéndole dormir.

De espaldas a él, Samantha seguía intentando bajarle la fiebre con la toalla, sin darse cuenta de que ya se había despertado. Con los ojos nublados por el alcohol, la escuchó seguirle la corriente.

—No tengas miedo. Aunque todo el mundo te dé la espalda, yo no lo haré. Siempre voy a estar contigo.

“Qué promesa tan conmovedora”, pensó él.

Un licor normal lo habría dejado inconsciente. Pero esa bebida, en cambio, hacía que su cuerpo se sintiera cada vez más despierto, más... firme.

En la mente de Bruno solo había una cosa.

Una fuerza repentina en su cintura hizo que a Samantha se le cayera la toalla. El mundo dio un vuelco y, de pronto, se encontró mirando un par de ojos rojos.

—Tú...

Un calor intenso se posó sobre sus labios y su corazón se detuvo por un instante.

Sus pupilas se dilataron. Se quedó paralizada, observando la cara atractiva y de rasgos profundos que tenía encima, incapaz de terminar la frase.

El instinto la impulsó a resistirse, pero se detuvo al recordar las últimas veinte horas de su escape, cuando luchó por su vida.

Se quedó mirándolo mientras él mantenía los ojos cerrados. Parecía que la veía como un manantial para saciar su sed.

Poco a poco, Samantha dejó de oponer resistencia. Y por fin entendió por qué las señoras del pueblo decían que no había que abusar del licor de la región. Debía de ser porque ese licor era demasiado… potente.

Se mordió el labio con fuerza para no hacer ningún ruido, pero él, con ternura, pronto venció esa contención. En la penumbra de la habitación doble, se aferró a sus hombros, escuchando el crujido rítmico de la cama mientras su entrecejo se fruncía y se relajaba.

Lo inesperado fue que, a pesar de su apariencia atractiva, sus movimientos eran torpes y revelaban una clara inexperiencia.

No emitió ni un solo sonido en todo el proceso.

Cuando todo volvió a la quietud y solo se oían sus respiraciones agitadas, escuchó su voz profunda.

—¿Estás bien?

Se había despejado, pero la miraba con una actitud indescifrable. Para asegurarse de que la mujer que amaba tuviera una primera vez perfecta, Bruno había estudiado a fondo manuales de fisiología. Quién diría que terminaría aplicando todo eso con Samantha, a quien apenas conocía. Incluso su propia primera vez se la había dado a… ella.

Dentro del cuarto húmedo y bochornoso, el viento de la tormenta de arena azotaba las ventanas viejas y podridas, haciéndolas traquetear.

Ella cerró los ojos y se abrazó con más fuerza a su cuello, demasiado avergonzada para responder. Pero no se imaginaba que esa acción la llevaría a sentir algo extraño de nuevo.

—¿Cómo es que otra vez...?

No podía creerlo. Se sintió como en el último día de su huida, cuando caminó desde el anochecer hasta el amanecer, escalando duna tras duna. Su garganta, seca por la falta de agua, le quemaba, y sus piernas ya no le respondían.

Quizás era el efecto del alcohol. O tal vez era el dolor de haber sido traicionado por la mujer que amaba. Solo Bruno lo sabía.

Esa noche, Samantha fue como un bote a la deriva en un mar sin faro, arrastrada una y otra vez hacia la lejanía por olas oscuras como el abismo.

***

Cuando volvió a despertar, ya era el atardecer del día siguiente.

“Este es un lobo, más feroz que los que nos encontramos en el desierto”, fue su primer pensamiento.

Después de esa noche, Bruno pareció transformarse. Dijo que se haría responsable de ella.

Alquilaron una pequeña casa de una planta en el pueblo. Ella le enseñó a distinguir los peligros ocultos del desierto y lo llevó a ver los atardeceres sobre el río. Él, a su vez, le enseñó a defenderse.

Con el paso de los días y las noches, ambos lograron dejar atrás, por un tiempo, los recuerdos dolorosos. La mochila café oscuro quedó olvidada en un rincón. Él no volvió a encender el celular negro, pero tampoco hizo ningún intento por llevársela de ahí. Se instalaron en Dunas, en silencio.

Bruno había desarrollado un gusto insaciable por ella. Y mientras más profundo se hundía él en esa adicción, más se hundía el corazón de Samantha.

Una semana después, en la quietud de la noche, el crujido de la madera, la respiración agitada de una mujer y el gruñido de un hombre atravesaban la delgada pared, exasperando al vecino, que ya de por sí estaba de mal humor. Se levantó, furioso, dispuesto a tocar la puerta.

Pero en cuanto abrió, vio el patio vecino lleno de guardaespaldas vestidos de negro y cerró la puerta de un portazo, aterrorizado.

El tiempo que pasaron en Dunas fue suficiente para que Samantha y Bruno desarrollaran una complicidad inconfesable en la intimidad de la noche.

El acto se volvía cada vez más intenso. El mundo giraba a su alrededor, y una intensa sensación de ahogo le oprimía la garganta. Tragaba saliva sin parar, como un pez que sale a la superficie en busca de oxígeno antes de una tormenta, aferrándose con todas sus fuerzas a su espalda.

—Ya casi...

No pudo terminar; sus palabras fueron silenciadas. En un instante, todos los sonidos a su alrededor se desvanecieron. Era como si estuviera en un mundo silencioso. Solo podía escuchar los latidos acelerados de su propio corazón. Y los de él.

Cuando ambos, perdidos en el momento, se abrazaban sintiendo ternura, tres golpes rítmicos sonaron en la puerta.

—La señora nos envió a buscarlo.

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