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Capítulo 11

ผู้เขียน: Gala Montero
Damián alzó una ceja al mirarla.

—¿Sí?

—Dame uno, por favor —pidió Valeria.

Necesitaba un cigarro para serenarse; le temblaba todo el cuerpo sin control.

Damián guardó silencio un instante, observándola con una chispa de interés en la mirada, antes de darse la vuelta e ir a su carro por un cigarro para ella.

—¿No debería llamar primero a una ambulancia para el joven Garza, señorita Rivas?

Los dedos de Valeria se detuvieron por un segundo. Encendió el cigarro y dio una larga calada, intentando recuperar la calma antes de sacar el celular y marcar el número de emergencias.

...

Cuando llegó la ambulancia, Damián ya se había marchado.

Al irse, dejó sobre el asiento del copiloto un cheque por cincuenta mil dólares. Dijo que era para cubrir los gastos médicos y los daños.

Ya más tranquila, Valeria pensó que Damián no podía ser tan despistado. Con lo enorme que era el estacionamiento, ¿era posible que hubiera chocado justo contra el carro de Patricio por accidente?

«¿Desde cuándo ocurren esas casualidades?», se preguntó.

Pero al recordar el aire despreocupado de Damián, volvía a parecer una simple coincidencia.

«Si no lo entiendo, ¿para qué seguir pensando en eso?», pensó.

Solo por consideración a Beatriz, su madrina, llevó a Patricio al hospital. Él, por su parte, no cerró la boca en todo el camino, maldiciéndolos a ella y a Damián, repitiendo que lo habían hecho a propósito.

Incluso amenazó con demandar a Damián.

Valeria lo miró de reojo.

—Si no te callas ahora mismo, le digo al paramédico que te baje aquí y mejor te vas caminando al hospital.

Fuera intencional o no lo de Damián, Valeria sentía que Patricio se lo tenía bien merecido. Por su culpa, ella había perdido un negocio importante y ni siquiera sabía a quién reclamarle.

Tiempo atrás, Patricio habría apostado cualquier cosa a que Valeria nunca se atrevería a cumplir una amenaza como esa.

Pero ahora no estaba tan seguro. Se calló a regañadientes, aunque sin dejar de fulminarla con la mirada, como si quisiera despellejarla viva allí mismo.

...

Llegaron al Hospital Ángeles y, justo cuando terminaban de ponerle el yeso a Patricio, Beatriz entró apresurada a la habitación.

—¡Ay, Dios mío! ¿Pero qué fue lo que pasó?

Valeria apretó los labios y, tras lanzar una mirada rápida a Patricio, se dirigió a su madrina.

—Mejor pregúntele a él.

Patricio se quedó sin aire un momento. Por mucho descaro que tuviera, no se atrevía a confesarle que Damián lo había chocado justo cuando intentaba forzarla a hacer cosas. Tartamudeó:

—Fue... fue un accidente, un descuido con el carro.

Beatriz hizo mala cara.

—¿Quién te chocó? ¡Dime quién fue, que tu madre va a arreglar esto!

Patricio hizo una mueca.

—Damián Figueroa.

Beatriz enmudeció. Pasó un buen rato antes de que pudiera articular palabra.

Después de todo, la posición de la familia Figueroa en el país no era algo con lo que ellos pudieran meterse.

Tras una larga pausa, dijo en voz baja:

—Bueno, ¿y qué si fue él? Estuvo mal que te chocara. Mañana le diré a tu padre que vaya a aclarar la situación.

Valeria observó cómo madre e hijo terminaban por fin su intercambio y entonces sacó de su bolso el cheque que Damián había dejado.

—Madrina, esto es lo que dejó el señor Figueroa como compensación. Dijo que si no están conformes, pueden hablarlo con sus abogados.

Beatriz se quedó muda por completo. Luego, le soltó una bofetada a Patricio en la cara.

—¡Mira que tú también! ¿¡Ni siquiera puedes manejar con cuidado!?

A Patricio le dolió el golpe, pero apretó los labios y prefirió no hablar.

Valeria, sin ganas de perder más tiempo allí, le dijo a Beatriz en voz baja:

—Bueno, madrina, yo ya me retiro.

Solo entonces Beatriz pareció notar la ropa desgarrada de Valeria. Su expresión se suavizó con algo parecido a la lástima.

—Pero, hija, ¿qué te pasó? Anda, vete a casa de una vez, rápido.

Valeria asintió y salió del hospital.

...

La acumulación de problemas la tenía muy enfadada. Al llegar a la mansión Rivas, entró sin prender la luz; todos ya estaban dormidos. En aquella casa enorme, no percibía ni el más mínimo rastro de hogar.

Subió a tientas hasta su habitación, se dio una ducha y se dejó caer en la cama, soltando un suspiro de puro agotamiento.

...

Al día siguiente era fin de semana.

Se levantó temprano y, al bajar, encontró a la familia —Arturo, Regina y Camila— desayunando en el comedor.

Se veían tan unidos, tan en armonía, que ella se sintió como una desconocida.

Apretó los labios y bajó las escaleras haciendo ruido con cada paso, a propósito. Las tres personas sentadas a la mesa levantaron la vista hacia ella.

Camila volteó a verla, con una sombra de disculpa fingida en la cara.

—Ay, hermana, perdón. No sabía que habías vuelto, por eso no te llamamos a desayunar.

Mientras hablaba, se levantó como si fuera una empleada.

—Ahora mismo voy por tus cubiertos.

Al verla, Arturo Rivas se molestó.

—Tú quédate ahí y come tranquila. ¿Qué pasa, que ella no tiene manos o qué? ¿Necesita que la atiendas?
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