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Capítulo 4

Author: Lola Fuego
Diego, que ya iba a dar un paso al frente, se detuvo apenas. Una sombra de desconcierto le cruzó la cara. Alzó la vista hacia Ana Sofía y, con una mueca resignada, murmuró:

—Tampoco hacía falta decirlo con tanta… pasión.

Subieron al piso ejecutivo. Diego tomó el picaporte con cuidado, lo giró despacio y empujó. Ana Sofía, con la memoria lista para un campo de batalla —papeles por el suelo, libros torcidos, vasos rotos—, tensó los hombros y asomó los ojos.

Encontró lo contrario: cristales impecables, muebles en su sitio, carpetas apiladas con orden casi quirúrgico. El piso brillaba.

—Señor Rodríguez, ¿no dijo que su presidente estaba furioso? —susurró, incrédula, acercándose a él.

—Sí. Mucho —confirmó Diego con una sonrisa cansada.

—Entonces… ¿por qué no rompió nada? —bajó aún más la voz, los ojos le dieron una vuelta completa. En su cabeza apareció la estampa habitual de Elías cuando se sulfuraba: oficina hecha trizas, hojas volando como nieve, estantes vencidos.

“Las comparaciones son crueles. Mira nomás al presidente Cervantes: tranquilo como roca.”

—¿Y desde cuándo estar enojado significa romper cosas?

La voz cayó delante de ambos: grave, limpia, con filo. Ana Sofía y Diego se crisparon de golpe. El color le huyó a Diego; el sudor le perleó la frente. Ella aspiró hondo, con el corazón a martillazos.

—Presidente Cervantes, buenas noches —se repuso ella con rapidez—. Soy Ana Sofía Miranda, secretaria ejecutiva del CEO del Grupo Ortega. Lamento mucho venir a molestarlo a estas horas…

—Si de verdad lo lamenta, no lo haga —la cortó él, a unos pasos, erguido, ceño leve, labios finos. La frase cayó fría y exacta.

Luego se giró con una elegancia sin esfuerzo y cruzó la oficina hacia el escritorio, las piernas largas marcando un ritmo seguro.

“Claro, hay formas de sacar la rabia: unos revientan muebles; él elige lo más barato… la lengua.”

Ana Sofía no dejó que nada de eso se le notara. Forzó una sonrisa cortés que le agarrotó los pómulos.

—Tiene su chispa, presidente. El error es nuestro. Le pido un día: mañana mismo tendrá en su correo un contrato corregido y a su entera satisfacción.

Mientras hablaba, lo midió de reojo. El nudo en el estómago estaba ahí.

—Señorita Miranda, soy empresario —se plantó él frente al escritorio, apoyando ambas manos y doblándose apenas hacia ella—. ¿Tiene idea de cuánto dinero nos cuesta… un día?

Los ojos le brillaron como de halcón. La miró de arriba abajo sin apresurarse.

Ana Sofía sintió la piel bajo una lupa. No supo dónde poner las manos.

—Diga qué requiere —respondió, mordiéndose el labio y enderezando la voz—. Haremos todo lo posible. No podemos permitir pérdidas para ninguno de los dos.

“Y menos para mi equipo. El Equipo C se desveló tres noches seguidas para aterrizar este trato. No voy a dejar que su trabajo se tire por la borda.”

—¿Usted puede decidir por Elías Ortega? —Fernando alzó apenas la ceja; en la mirada le brincó un brillo lúdico, con un filo de burla. Se recargó en el respaldo, cruzó los brazos con desparpajo, como quien evalúa una pieza sobre un mostrador.

—Si lo que pida entra en mi rango y en lo que puedo autorizar, sí, puedo decidir —contestó Ana Sofía, sosteniéndole la vista.

“El contrato todavía deja un margen del veinte por ciento. Si se complica, puedo ceder diez puntos para salvar la alianza.”

Fernando soltó una risa corta, sin humor. El sonido rebotó duro en la oficina silenciosa. Se incorporó, apoyó las palmas en el escritorio y se inclinó hacia adelante; los ojos, afilados como hoja nueva, la atravesaron.

—Parece que el Grupo Ortega ya va de caída… ¿y me mandan a una niñita para entretenerme? —hizo una pausa, helando el aire—. Que venga Elías a hablar conmigo.

—Presidente Cervantes, quizá podríamos… —Ana Sofía dio un paso, buscando el hueco; el golpe de su mirada la obligó a retroceder. La segunda mitad de la frase se le quedó atascada.

—Antes del mediodía de mañana. Esa es toda mi paciencia. Si no, dejo a Ortega con margen cero en este proyecto —dictó, seco. Se sentó de nuevo, tomó una carpeta y no volvió a mirarla. Sonó a ultimátum y lo era: la última línea antes del precipicio.

—Entiendo. En ese caso, no le quito más tiempo —respondió ella, sin perder la cortesía.

Ya en la puerta, la voz de Fernando la alcanzó, suave y punzante:

—Señorita Miranda, la próxima vez mírese al espejo antes de salir.

Ana Sofía llevó la mano a la cabeza por puro reflejo. Sus dedos chocaron con la diadema de fresitas. Se le encendieron las mejillas. “Salí volando y olvidé quitármela…”

Al dejar la oficina, las piernas le pesaban como plomo. Se tocó la frente: la tenía cubierta de un sudor fino.

“Qué presión. Cada alternativa que puse sobre la mesa, él la volteó con dos frases.”

Orgullosa de su labia y de las veces que su oratoria le había abierto puertas, por primera vez sintió que había encontrado a un rival a su altura.

Sacó el celular y marcó a Elías.

Tono. Nada.

Volvió a intentar. Nada.

Otra vez. Otra. Al final, una grabación: apagado.

La rabia le trepó al cuello.

—¡Elías Ortega, maldito desgraciado! —escupió, apretando el teléfono con los dedos blancos.
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