Inés jamás habría imaginado que aquel Sebastián, siempre tan atento y delicado, el mismo que la trataba como si fuera de cristal, que, al liberarse de toda contención, pudiera ser tan desbordante, tan apasionado.Las sábanas ya habían sido cambiadas hacía rato, pero Inés, rendida, aún creía ver todo teñido de rojo; tal vez era solo agotamiento, tal vez ya estaba alucinando.Sebastián, en cambio, parecía incansable. Inés no pudo evitar recordar algo que le decían en la Facultad de Artes: que los estudiantes de escultura debían tener una resistencia y fuerza fuera de lo común, porque solo así podían moldear una obra hasta fundirla con sus manos.En ese momento, sintió que los papeles se habían invertido: ella era la obra, y Sebastián, el creador que la dominaba. Todo lo que había “estudiado” antes, toda su teoría sobre el deseo, no valía de nada en la práctica.Al final, con lágrimas en los ojos y el cuerpo temblando, Inés creyó que se quebraría. Solo entonces Sebastián, cubierto de sudo
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