El padre de Inés solo quería seguir con vida. Para Mirna, en cambio, eso era un estorbo. Pero, pensándolo bien, ¿no quería ella también seguir viviendo?Por su propia felicidad, por su amor, por su “derecho” a una vida plena, Mirna había sido capaz de asesinar al hombre que dormía a su lado. Y durante más de una década escondió el crimen con cuidado, mintiendo, sonriendo, engañando a todos. Incluso estuvo dispuesta a matar a su hija con tal de mantener ese secreto.Así que, tal vez, Inés debía aprender algo de la lógica retorcida de su madre.Entre lágrimas y risas, con una calma que helaba la sangre, pronunció cada palabra.—Mirna, también tú deberías morir. Porque dejar con vida a alguien tan vil y despreciable como tú sería una amenaza constante para mi vida.Sebastián tenía razón: el castigo adecuado para Mirna no era la cadena perpetua, sino el paredón.La bofetada que acababa de recibir seguía ardiendo en la cara de Mirna, pero lo que la dejó realmente muda fue ver a su hija, tan
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