La puerta del quirófano se cerró de golpe.Afuera, los guardias aflojaron el agarre.Bruno se zafó de un tirón y corrió hacia la puerta. Golpeaba con furia, sin control.—¡Abran! ¡Milena es mi esposa! ¡No voy a dejar que le toquen ni un solo órgano! ¡Dije que no lo permito! ¿Me están escuchando?Gritaba con todo lo que tenía. La voz se le rompía entre el dolor, la rabia, la desesperación.Las lágrimas caían sin freno, hasta que el cuerpo ya no le dio más. Se apoyó en la pared, agotado.Un par de pacientes que pasaban por ahí lo miraban con tristeza.—Pobre... debe ser joven —susurró una mujer mayor—. Su esposa también, ¿verdad? Qué tragedia...—Ay, Dios mío, qué dolor tan grande.Entonces, una voz suave, pero firme, le habló muy cerca del oído.—Señor Lara, por favor, cálmese.Bruno levantó la cabeza.Una doctora con bata blanca, rostro serio y lentes delgados lo observaba a unos pasos.—¿Usted es... la doctora de Milena?La reconoció. Era la misma que, no hacía mucho, le había entrega
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