—Señorita Miranda, suelte. —Fernando estaba lívido, con la frente perlada de sudor; la voz le tembló.—Señor Cervantes, quítese… no puedo respirar. —Ana Sofía jadeaba; la cara se le había puesto roja por la falta de aire y la vergüenza.—Suéltame el cabello y me levanto. —Él apretó los dientes, cada palabra cortada en seco.El tirón en el cuero cabelludo la aterrizó de golpe. Abrió los ojos, entendió su metida de pata y soltó de inmediato.—Sí, sí… ¡ya!Fernando se incorporó a toda prisa. El cabello le había quedado hecho trizas, mechones sueltos cruzándole la frente. Ana Sofía intentó ponerse de pie, pero las piernas, flojas por el alcohol, no le respondieron. Dio un paso y volvió a perder el equilibrio: se le fue el cuerpo directo contra él.El choque los dejó frente a frente, a dos centímetros de la boca. Ana Sofía aspiró, y una nota limpia, tibia, muy de él, le llenó el pecho. El corazón se le disparó.—¿Quiere besarme, señorita Miranda? —Fernando se inclinó apenas. Su aliento, cál
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