Los dos se lanzaron en línea recta desde el acantilado.El viento les rugió en los oídos como un demonio, y Ana Sofía cerró los ojos con fuerza, tragándose la sensación de vacío que le arrancaba el estómago.—¡Señora! —gritó uno de los guardias, con una mezcla de desesperación y remordimiento.Se arrojó hacia adelante, manoteando el aire; no alcanzó ni una manga. Se quedó mirando, impotente, cómo las siluetas de Ana Sofía y Fernando se perdían en la negrura bajo el filo de la roca.Los demás guardias, al llegar, abrieron los ojos a más no poder, con el pánico pintado en la cara. Sabían que estaban acabados: semejante fallo podía costarles todo. Se miraron entre sí, temblando, y sacaron los teléfonos a la carrera para llamar a Catalina. Balbucearon el reporte y, enseguida, se apartaron del borde como si una fiera los persiguiera.Lo que no supieron fue que, apenas se alejaron, un helicóptero apareció desde el mar, deslizándose como una estrella sigilosa y acercándose, despacio y preciso
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