—Sí, sí… ¡ya, ya grito! —el tipo asintió como un resorte, aterrado de que Fernando de veras lo cortara.Cerró los ojos y, a todo pulmón, soltó una serie de gemidos tan exagerados que daban pena ajena.Ana Sofía, al oírlos, se encendió de vergüenza. Bajó la cabeza, los párpados apretados; ni por error miró a Fernando.Fernando, mientras tanto, le dio vuelta a la soga una y otra vez hasta inmovilizar al recién llegado. El sujeto pataleó inútilmente: no había forma de zafarse.Afuera, aún aguardaban tres. Fernando elevó la vista hacia la puerta desvencijada, afinó el oído: pasos, risas, el roce de un bate contra el piso. Si salía de frente, uno contra tres y armados, era perder; si dejaba entrar a otro, olerían el cambio. Había que fragmentarlos.—¿Sabes pegar? —preguntó bajo, directo.—Nunca he pegado… pero puedo intentarlo —la voz de Ana Sofía tembló, sin echarse atrás.—Bien. Si alguien te agarra, pega. Sin pensarlo.Se agachó, tomó un bate del rincón y se lo puso en las manos. No expl
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