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Capítulo 4

Dalia
Faltaban tres días para mi viaje cuando recibí un mensaje del director del hospital.

Me avisaba que el especialista en asma que yo había pedido contactar estaba de visita en el país por un foro, y que podía aprovechar para que revisara a Melina.

Melina había vivido con asma toda su vida. Con los años la enfermedad se había mantenido más o menos controlada, pero de vez en cuando las crisis volvían.

En el pasado incluso tuvieron que internarla de urgencia, y siempre fui yo quien estuvo a su lado para cuidarla.

Por eso, mientras estuve en el extranjero haciendo mi especialización, les pedí a algunos colegas que reunieran casos y estudios sobre el tema.

Al fin y al cabo, tantos años de vínculo familiar no se borran de un día para otro. Quería hacerlo por ella y, después, no deberles nada nunca más.

Pero apenas mencioné la idea de llevarla al hospital, Melina me fulminó con la mirada, visiblemente ofendida.

—¿Al hospital, nada más porque sí? —soltó con tono agrio—. ¿O lo que quieres es mandarme a la tumba solo porque te dije un par de verdades?

—Fiona, ¿cómo puedes ser tan mala leche? El doctor ya me dijo en mi último chequeo que estoy bien. ¿Para qué voy a ir a revisarme otra vez?

—Es un especialista de primer nivel en asma, y justo hoy está en el país —traté de explicarle con paciencia—. Podría atenderla, aunque fuera solo como un control rutinario...

No alcancé a terminar la frase cuando me tiró un vaso de agua a la cara.

—¡Muy fácil hablar! ¿Y desde cuándo una desempleada como tú consigue cita con un especialista de primera? ¡Deja de inventar! Rosa, en cambio, sí se desveló para conseguirme una. ¿Dónde estabas tú en ese momento?

Otra vez la misma historia: compararme con Rosa.

Hiciera lo que hiciera, siempre iba a ser poco. Frente a ella nunca tendría cómo ganar.

Ese pensamiento me pegó de lleno, y no pude evitar una sonrisa amarga.

—Está bien. Si no quiere ir, olvídelo.

Lo tomé como lo que era: meterme de más y humillarme sola.

Pronto llegó el día del bautizo del niño.

Entré tarde al salón y me topé con un mar de parientes.

La escena era tan fastuosa que eclipsaba por completo la de mi propia boda con Benito.

En la entrada colgaba una enorme foto familiar de ellos cinco.

Yo, por supuesto, no aparecía en ningún lado. Aquello era, de principio a fin, una burla.

Apenas crucé la puerta, los murmullos empezaron a correr entre la gente como reguero de pólvora.

Ni siquiera necesitaba oírlos con detalle: ya sabía lo que decían.

Una paciente se me acercó con una sonrisa y me tomó del brazo.

—¡Fiona! ¿Cuándo regresaste? Benito nunca nos contó nada. Y dime, ¿desde cuándo tienen un hijo ustedes dos? Me dijeron que cuando vuelvas de tus estudios en el extranjero te van a ascender en el Hospital Santa María. ¡Vas a tener un futuro increíble!

Respondí con una leve sonrisa, solo por cortesía.

Pero en su mirada se notaba un desprecio imposible de esconder.

La foto familiar colgada en la entrada lo decía todo.

Y en la mesa principal, la mujer de la que Benito no se despegaba un segundo... tampoco era yo.

Una prima metiche señaló hacia adelante, donde una mujer le estaba dando pastel en la boca a Benito.

—Fiona, ¿y esa quién es?

Contesté tranquila:

—La esposa nueva de Benito.

Las chismosas abrieron los ojos de par en par y, como abejas al panal, se amontonaron a cuchichear todavía más.

Si la misma familia de Benito no tenía pudor en exhibirlo, ¿para qué iba yo a esconderlo? Justo en ese momento, Benito subió al escenario con un micrófono en la mano.

—Gracias a todos por venir a celebrar el bautizo de mi hijo —empezó con tono solemne—. Nunca pensé que iba a ser papá, ni me sentía preparado para un papel así. Pero en cuanto escuché su primer llanto, entendí de verdad lo que es la responsabilidad de un padre.

Luego levantó la vista y me miró directo.

—Y también quiero agradecerle a mi esposa por todo lo que ha hecho.

De repente, una mujer entre las mesas soltó en voz alta, sin pensarlo dos veces:

—¡Que pase la mamá del niño a decir unas palabras! ¿Dónde está la mamá?

El salón entero se quedó en un silencio pesado.

Las miradas iban de mí a Rosa, y de Rosa a mí.

Todos sabían la verdad, pero esa mujer lo había dejado expuesto, esperando que Benito lo dijera en voz alta.

Al día siguiente yo tenía que tomar un avión al extranjero.

Respiré hondo, le sostuve la mirada a Benito y caminé hacia el escenario, paso a paso.

Él, sorprendido, no alcanzó ni a reaccionar cuando le arranqué el micrófono de las manos.
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