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Capítulo 3

Dalia
Palabras tan duras, dichas con tanta ligereza.

Guardé la última prenda en la maleta justo cuando Melina abrió la puerta.

Al ver el equipaje, sonrió con satisfacción:

—Ya que estuviste afuera, le di tu cuarto a Rosa. El estudio ahora será del bebé. Esta noche te toca el sofá, y si no te gusta, pues búscate un hotel.

Estaba agotada. Sin fuerzas para discutir ni ánimo de salir a buscar dónde dormir, asentí en silencio.

Esa noche, los llantos del bebé no me dejaron pegar un ojo.

Me acomodé para ponerme los tapones cuando escuché la queja de Rosa:

—Benito, hazte cargo, no deja de llorar.

Y la risa de él:

—Déjalo, así se le fortalecen los pulmones.

Me cubrí con la manta para no oírlos. Cerré los ojos y recordé al Benito de antes: joven, lleno de vida, con la mirada fija en mí. Ese hombre ya no estaba.

Al amanecer, salí con mi maleta.

Fui al registro a cancelar mi residencia y arreglar la salida del país. Tenía todo listo, así que fue rápido.

Antes de despedirme, la funcionaria me alcanzó un puñado de caramelos.

—Que se te cumplan todos tus deseos.

Le devolví una sonrisa agradecida. Afuera, busqué un hotel cercano para pasar la noche.

Pero al salir a comprar algo de comer, me crucé con ellos: Benito y Rosa, paseando en plan familia completa.

Ella llevaba en la muñeca un brazalete Patek Philippe, reluciente, sin rastro alguno de enfermedad.

—¡Fiona! —exclamó sorprendida—. De lejos pensé que eras tú, pero Benito me dijo que era imposible.

Sus ojos bajaron al folleto que tenía en la mano y, con una sonrisa maliciosa, soltó:

—¿Buscando trabajo? ¿De mesera? No deberías rebajarte así solo por enojo... ni para fastidiar a Benito.

No contesté. Ese papel me lo habían puesto en la mano en la calle y lo tomé sin pensarlo.

Mi silencio la animó más. Sonrió con aires de triunfo.

—Si me hubieras dicho antes que estabas buscando trabajo, capaz hasta te daba una mano. Al fin y al cabo somos familia. Si a ti te va bien, a Benito y al niño también les va mejor.

Benito me miró con fastidio, los labios apretados.

—No hace falta. Ella misma dejó un trabajo de oro. Si ahora se queda sin comer, es porque se lo buscó.

Luego me apuntó con la mirada, tajante:

—Fiona, no esperaba que cayeras tan bajo solo para obligarme a renunciar al niño. Qué decepción.

Lo miré bien: ese rostro tan familiar ahora se sentía ajeno.

Recordé cuando, al inicio de nuestro matrimonio, quise dejar el hospital por los conflictos. Benito me abrazó fuerte y me dijo:

—Somos uno. Te apoyaré en cualquier decisión. Si renuncias, no pasa nada. Siempre estaré contigo.

¿Y ahora? Ahora permitía que otra mujer me humillara. Había borrado de su memoria lo que un día me juró.

Felipe y Melina no dejaron pasar la ocasión para hundirme más:

—Fiona, eres estéril, siempre fuera de casa. ¿Cómo vas a compararte con Rosa? Lo de Benito es lógico: contigo no hay nada que valga la pena.

Sentí la rabia subirme y las manos se me hicieron puños.

“Cada palabra era más cruel que la anterior, y la gente que pasaba empezaba a detenerse, curiosa.

Entonces Rosa dio un paso al frente, con esa sonrisa venenosa:

—Íbamos a tomarnos una foto familiar. ¿Por qué no te unes? Al fin y al cabo, te tocará cuidar de Benito y del niño cuando yo ya no esté.

La miré en silencio.

Benito la rodeó con un brazo y, con desprecio marcado en cada gesto, dijo:

—Rosa tiene un corazón enorme, pero tú no lo mereces. Fiona, ¿y esa cara? Ni se te ocurra salir en la foto. Solo echarías a perder la imagen de nuestra familia.

La tomó de la mano y se la llevó directo al estudio fotográfico.

—Vámonos. Ella seguro tiene cosas más importantes... como seguir buscando trabajo.

Antes de entrar, Rosa me lanzó una mirada llena de triunfo.

Los vi alejarse, y en mi pecho ya no quedaba ni rabia ni dolor.

Para los demás, eran la postal perfecta de una familia feliz.

Si eso era lo que Benito quería... que lo disfrutara.
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