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Capítulo 6

Author: Elías Mar
Octavio levantó el pie y vio que había pisado un conejo rosado de peluche: gordito, de un rosa claro, con dos orejas largas y unas alas de abeja en la espalda.

Recordaba que ese juguete le encantaba a Noelia; él solía decir que era un conejo “mutante” y que no tenía sentido alguno, que era feo, porque tenía alas. Pero ella solo lo miraba sin decir nada.

Le gustaba tanto que él, para molestarla, insistía en que era feo.

Lo habían conseguido en una máquina de peluches del cine; ella lo quería con tantas ganas que lo agarró del brazo para suplicarle que jugaran para poder tenerlo y así fue como Octavio pudo agarrarlo con la pinza y ganarlo para ella.

Y ahora, hasta ese muñeco se lo había devuelto.

Esa noche, molesto, Octavio intentó llamarla y descubrió que su número ya no existía. Noelia de verdad no quería saber de él y desapareció.

En estos siete años, no volvió a oír nada de ella. Solo sabía que, poco después, dejó los estudios y se esfumó para siempre.

Ocupado con la carrera de medicina y, en ese entonces, con su hermano mayor, Camilo, el adoptado, era él que estaba al mando de Inversiones Globo Villalba, él se apartó de cualquier disputa por la herencia, no quería pelear con su hermano por eso y no pensaba regresar al país a corto plazo.

Noelia se clavó como una espina en su pecho, no podía explicar en qué momento, pero sabía que ahí estaba.

Por lo general no pensaba en ella… sino hasta que “todo se venía abajo” y ahí si la recordaba.

***

Por la tarde, mientras manejaba, de la nada, una figura se le cruzó por delante del carro, él frenó de golpe y salió asustado a comprobar quien era.

En el suelo estaba una niña, con unos ojos grandes, aún asustada, abrazando con fuerza a un perrito.

Él, agachándose para levantarla y revisarla le preguntó preocupado:

—¿Estás bien? ¿Te duele algo?

No tenía heridas graves, solo un raspón en la palma de su mano.

La pequeña parecía estar más preocupada por el perrito que por ella misma, y dijo, señalándolo:

—Señor doctor, yo estoy bien. Mire al perrito, casi lo atropella.

El cachorro, de apenas dos o tres meses, estaba en sus brazos, asustado.

Octavio la miró fijamente, la niña le resultaba algo familiar: piel clara, ojos oscuros y brillantes.

No esperaba recordar tan bien a una paciente que solo había visto una vez. Pero sí, era la niña a la que había revisado hacía unos días: Isidora.

Entonces, él miró alrededor y dijo con seriedad:

—No vuelvas a cruzar la calle tú sola. Si no frenaba a tiempo, habría sido un problema muy grave.

Preguntó enseguida:

—¿Dónde están tus padres?

Ella nerviosa se mordió el labio y balbuceó:

—Yo…

—¡Isidora! —le gritó a todo pulmón una mujer a lo lejos.

Corriendo por la acera, entre el calor pesado de la tarde y una brisa suavemente perfumada, Aitana llegó hasta su hija, la abrazó, y preguntó con el corazón en la boca:

—¿Estás bien?

—Sí, mamá. El perrito también está bien —respondió la niña, mostrándole la palma de la mano herida.

Aitana aún tenía el pulso agitado, fue a recoger un pedido en un restaurante y, cuando se dio la vuelta, su hija ya no estaba, luego escucho a un carro frenando y ahí fue cuando salió a correr desesperada a buscarla.

Cuando levantó la vista hacia Octavio, se mordió el labio, y empezó a temblar, él tenía una camisa gris, estaba sudada, era alto y de porte elegante, estaba a solo dos metros.

Sus miradas se encontraron.

Ella se puso de pie y se colocó delante de Isidora, protegiéndola, y tartamudeó:

—Eh… tú…

Aitana no llevaba tapabocas; su cara, delicada y con un aire intelectual, quedaba totalmente al descubierto. El viento cálido movía con dulzura su falda azul claro y el sol le quemaba la piel.

Aunque él estaba tan cerca, sentía que había una distancia extraña entre ellos.

Él la miró, midiendo la situación, y dijo sin rodeos:

—Sube al carro, llevaré a tu hija al hospital para revisarla. —Viendo cómo ella cubría a su hija como una gallina que cuida con esmero a su polluelo.

Ella respondió, aliviada de que no la hubiera reconocido:

—No… no te preocupes, no hace falta. La llevaré yo misma.

Octavio subió al carro, tocó el pito para alertar a Aitana, y explicó con calma:

—Soy cirujano. Muchas lesiones no se ven de inmediato, y las internas pueden ser peores. Si pasa algo, me haré responsable.

La miró de nuevo: con su piel blanca enrojecida por el sol, la falda azul que resaltaba su figura esbelta, hacía que Aitana pareciera una flor de hortensia.

Joven… demasiado joven para ser madre de una niña de seis o siete años.

En el fondo de su corazón, Octavio sentía que se le parecía a alguien, pero no dijo nada al respecto, no quería parecer interesado en tener una cita.

Al final, Aitana se subió al carro con Isidora.

En el hospital, le hicieron varias pruebas. Para la tomografía, él cargó a la niña, y un colega bromeó al verlo pasar.

—Sabe, doctor Villalba, se parece mucho a usted.

Aitana apretó los labios, ¿tan evidente era? Sintió varias miradas encima y bajó con timidez la vista.

Él señaló la puerta con una sonrisa y dijo:

—Salga, aquí hay radiación.

Caminar con Octavio por el hospital llamaba la atención de todas las enfermeras.

—¿Quién será esa niña? —de pronto murmuró alguien.

—¿La mujer será su novia? —preguntó otra voz.

—¿Le gustan así? Pensé que prefería mujeres altas, de piel clara y grandes tetas —dijo alguien.

Los comentarios siguieron uno tras otro hasta que las pruebas terminaron: solo eran unos golpes ligeros en rodilla y la muñeca.

Aitana tomó aire suficiente y dijo con sinceridad:

—Gracias por todo.

Él le dio una tarjeta y fue directo.

—Tienes mi número, si pasa algo, llámame.

Ella la tomó, le dio las gracias y empezó a alejarse a paso largo con Isidora, pero la voz grave de él la detuvo con una pregunta directa.

—¿Nos hemos visto antes?

Ella se giró y respondió con cuidado:

—Sí. Usted tiene muchos pacientes. Mi hija tiene una cardiopatía y la traje a consulta hace poco.

Octavio sonrió, la miró detalladamente y dijo:

—No soy tan olvidadizo, eres la mamá de Isidora.

Aitana lo miró, con el corazón acelerado, cuando se encontró justo con la mirada profunda de sus ojos oscuros y brillantes.

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