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Capítulo 02

Penulis: Isabella Luna Espinoza
No fui al nuevo departamento que Iván me había preparado, sino que volví al viejo residencial donde vivía antes de casarme.

Apenas entré, ese olor familiar de paredes húmedas y muebles viejos me envolvió por completo, y no pude evitar pensar en el Iván de aquel entonces.

Yo crecí en un orfanato. Desde pequeña, una «hermana mayor» desconocida me ayudaba económicamente desde lejos. Cuando se enteró de que ya estaba viviendo en el departamento que había comprado a mi nombre y que, además, había sido admitida en la universidad, cortó todo contacto.

Ese invierno, ¡justo ese invierno!, la familia de Iván se mudó al piso de abajo.

Él solía subir a buscarme casi todos los días. Sabía que me encantaban los camotes asados, así que cada noche me traía una bolsita y golpeaba con fuerza la puerta de hierro.

¡Crash! ¡Crash!

Cuando abría, entre el vapor tibio, aparecía su sonrisa radiante.

Se colaba en mi pequeño departamento sin pedir permiso, me pelaba un camote, lo soplaba y me la acercaba a los labios.

—Vamos. Cuidado que quema.

Mi cabeza zumbaba. Sin pensar, mordía el camote desde su mano.

Pasaron unos segundos antes de que se diera cuenta de lo que acababa de hacer. Y, entonces, se puso rojo como un tomate.

Más tarde, yo me fui a estudiar al norte y él al sur. Estábamos a miles de kilómetros. Pero, cada primer día de invierno, él aparecía con una bolsa de camotes, que me pelaba, uno a uno, sin quejarse; tal y como hacía antes.

Lo nuestro fue tan natural como el paso del tiempo.

Nos casamos. Él emprendió su negocio, tuvo éxito, y nos mudamos a una casa elegante en las afueras. Pero, desde entonces, nunca más volvió a comprarme camotes en invierno.

Hasta me preguntó con indiferencia:

—¿No te cansaste ya? ¿Después de tantos años?

Yo sé que el amor en su momento fue real. Pero los sentimientos, como el clima, cambian sin aviso.

El timbre del celular me sacó de mis pensamientos.

Natalia me había enviado una foto.

Su hombro desnudo, con el rostro de Iván hundido en su cuello. Su mano blanca aferrada a la espalda de él, mientras sus ojos, medio cerrados, parecían pedir más.

No hacía falta imaginar qué estaban haciendo.

Corrí al baño y vomité hasta quedarme sin aire.

Cuando por fin pude respirar, lo primero que hice fue bloquearla.

Entonces, me llegó un mensaje de Elías Carranza: un emoji de perrito moviendo la cola.

«¿Estás ahí? Te extraño.»

Elías fue mi compañero de banco en la secundaria, una de prestigio, a la cual apenas logré entrar, raspando en los exámenes. En donde, el primer día, los profesores decidieron implementar un sistema de tutoría, uno a uno. Y a él lo asignaron conmigo.

Tenía los ojos algo rasgados, mandíbula marcada, y cuando giraba la cara para mirarme, yo me encogía sin querer.

Durante semanas, no le dirigí ni una palabra.

Hasta aquel recreo, cuando, desesperada por agua, me animé a trepar por la ventana para alcanzar el dispensador.

Era la primera vez que lo hacía… y me caí de culo.

—Pfff.

Una risa profunda me llegó desde arriba. Elías estaba apoyado en el marco de la ventana, con una sonrisa burlona.

—¿Desde cuándo estás despierto?

—Desde que empezaste a subirte. Sabía que te ibas a caer… pero igual me hizo gracia verlo.

Se rio aún más fuerte, al punto en el que los hombros le temblaban.

Me quedé mirándolo, medio aturdida, y, por primera vez, pensé: «No es tan terrible como parece».

Después empecé a preguntarle mis dudas. Y él, aunque serio, me explicaba paso a paso. Incluso, cuando veía que no entendía nada, me preparaba ejercicios.

Una vez, me trajo un paquete grueso de fotocopias.

—¿Qué es esto? —le pregunté, frunciendo el ceño.

—Termínalas. Así no tienes que volver a preguntarme.

Cuando lo veía agotado, yo trataba de compensarlo con un té o con una bebida dulce.

Esa fue nuestra dinámica hasta que se hicieron los cambios de grupo y a él, como es obvio, lo pasaron a la clase de élite.

Antes de irse, me pidió mi contacto.

Lo agregué. Pero nunca escribió nada.

Hasta hace una semana, cuando me preguntó:

«¿Cómo has estado últimamente?»

Yo, acababa de salir del registro civil, con el acta de divorcio en la mano, llorando sin saber qué hacer. Confundida, toqué sin querer la llamada por voz.

Y él no colgó, sino que, por media hora, escuchó mis sollozos, en silencio.

Entendió todo sin necesidad de explicaciones.

Después, cuando Natalia volvió a buscarme, él me envió un solo mensaje:

«¿Quieres casarte conmigo?»

Por eso, cuando escuché las risas de fondo y recordé miré al hombre con el que me casé, el cual reía en la distancia, con las piernas cruzadas y una expresión completamente ajena, sin dudarlo, respondí:

«Sí.»
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