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Las tarjetas del perdón se acabaron
Las tarjetas del perdón se acabaron
Author: Junio

Capítulo 1

Author: Junio
Diego Pinto organizó sesenta y seis viajes solo para pedirme matrimonio.

Y recién en el intento número sesenta y siete logró, por fin, tocarme el corazón.

El día después de la boda, le preparé sesenta y seis tarjetas de perdón.

Teníamos un trato claro: cada vez que me hiciera enojar, podía usar una para ganarse mi perdón sin reclamos.

Durante seis años de matrimonio, cada vez que me molestaba por su amiga de toda la vida, él venía y me pedía que le quitara una tarjeta.

Pero cuando usó la número 64, Diego notó que algo en mí ya no era el mismo.

Ya no le repetía que tuviera más cuidado, ni parecía importarme tanto.

Y un día, justo cuando estaba a punto de irse otra vez detrás de Elsa, lo detuve y le pregunté:

—Si vas a buscarla... ¿puedo usar una tarjeta para eso?

Diego se quedó quieto un instante, me miró con resignación y dijo:

—Usa la que quieras. Total, todavía quedan muchas.

Asentí despacio, mirando cómo su figura se alejaba.

Él todavía creía que esas tarjetas eran infinitas.

Lo que no sabía... es que solo quedaban dos.

***

Hoy se celebra la fiesta de uno de nuestros socios comerciales más importantes.

Y también es el séptimo día desde mi cirugía por un embarazo ectópico.

Elsa dejó caer un pastel justo encima del traje del jefe del socio.

Y lo primero que hizo Diego fue preguntarle, con cara de preocupación:

—¿Estás bien, Elsa?

Después me miró a mí:

—Clara, discúlpate con el señor Carlos.

Me quedé en shock, sin saber qué decir.

Mientras tanto, Carlos se limpiaba el saco, visiblemente molesto:

—¡Increíble lo tuyo! Tu empresa se lava las manos... y la que debería disculparse, ni la cara da.

Elsa, con los ojos llenos de lágrimas, se abrazó a Diego como si ella fuera la víctima.

Él la rodeó con los brazos, protegiéndola, y me lanzó una mirada dura:

—¿Qué esperas? ¡Discúlpate ya! ¿Vas a quedarte ahí parada?

Luego se acercó un poco más y me murmuró:

—Haz un brindis, Clara. No podemos arriesgarnos a perder este trato.

Había olvidado por completo que me acababan de operar, que no podía tomar alcohol.

O tal vez nunca le importó.

Elsa sonreía con superioridad, sus ojos decían todo.

Sabía perfectamente que Diego me obligaría a salir a dar la cara.

Y tenía la certeza de que, pasara lo que pasara, él siempre la iba a defender.

Yo no quería cargar con la culpa de Elsa, pero entonces Diego se inclinó hacia mí y me susurró al oído:

—Una tarjeta de perdón.

En ese momento me vinieron a la mente aquellas sesenta y seis propuestas de matrimonio que Diego organizó para convencerme.

Y la número sesenta y siete... esa sí me tocó el corazón.

Lo hizo frente a nuestras familias y amigos, se arrodilló y me dijo:

—¡Clara, eres el amor de mi vida! Si algún día te traiciono, que me caiga la peor de las desgracias...

Le tapé la boca antes de que terminara. Me conmovió tanto que no pude evitar llorar.

Verlo ahí, arrodillado, tan entregado... fue justo en ese momento cuando dije que sí.

Quise corresponder a todo su esfuerzo, así que mandé hacer sesenta y seis tarjetas de perdón.

Se lo dejé bien claro: el día que se acabaran, me iría sin mirar atrás.

Durante los primeros cinco años, las cuidó como si fueran de oro. Le daba miedo gastarlas por cualquier enojo pasajero.

Pero cuando Elsa volvió del extranjero, en menos de un año ya había usado 63.

Hoy, acaba de usar la número 64.

Me incliné un poco hacia adelante, aguantando el dolor intenso en el vientre, y dije con voz firme:

—Señor Carlos, le pido una sincera disculpa por lo ocurrido.

Carlos me lanzó una mirada rápida y, resignado, negó con la cabeza. Claramente no quería seguir discutiendo.

Mientras tanto, Diego acariciaba con cuidado el cabello de Elsa y la regañaba con ternura:

—Tienes que tener más cuidado. Si te vuelves a chocar con la mesa, podrías lastimarte.

—Ay, sí, sí... siempre tan exagerado —contestó Elsa entre risas.

¿Siempre?

El dolor en el abdomen se intensificaba, y sentía cómo se me iba el color del rostro.

Solo un poco más. Ya solo le quedan dos oportunidades.

Cuando terminó la fiesta, caminé detrás de Diego, deseando llegar pronto a casa.

Pero él se quedó al lado de Elsa, formando la imagen de una pareja perfecta.

Y sin siquiera mirarme, se giró con expresión fría:

—Vete sola. Elsa se torció el tobillo. La voy a llevar al hospital.

Se había olvidado por completo de que yo estaba recién operada.

En otro momento, quizá habría intentado explicarle que yo también sentía dolor, que lo necesitaba conmigo, que no entendía por qué siempre tenía que disculparme por lo que hacían los demás.

Pero esta vez no. Esta vez solo asentí, tranquila:

—Está bien.

Diego soltó un suspiro de alivio y añadió, sin emoción:

—Cuídate, Clara.
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