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Capítulo 2

Penulis: Junio
Apenas terminé de hablar, Elsa se acercó y se le colgó del brazo.

—Diego, me duele el pie... ¿podemos irnos ya?

Llevaba su saco encima, recostada en él, como si apenas pudiera mantenerse en pie.

Diego ni siquiera me miró, aunque yo apenas podía sostenerme del dolor y el color se me había ido del rostro.

Sin decir una palabra, la levantó en brazos con cuidado y la acomodó en el asiento del copiloto.

—Quédate quieta, no te vayas a hacer más daño.

Cuando ya estaba por encender el motor, me vio ahí, parada al costado.

—Crecimos juntos... la veo como una hermana. Anda, tú vuelve primero.

Le dediqué una sonrisa apenas visible.

—Sí. Hermana.

Temiendo que pensara que estaba enojada, añadí:

—Ya usaste una tarjeta de perdón. No pasa nada.

Diego dudó por un instante, como si fuera a decir algo.

Pero Elsa soltó un quejido suave y él de inmediato volvió la mirada hacia ella.

—Nos vemos luego —dijo, y arrancó.

Me quedé sola en la entrada del hotel. Me subí el abrigo hasta el cuello y me abracé los brazos.

Cuando llegué a casa, fui directo al mueble donde ahora estaban las tarjetas de perdón.

Antes, Diego las guardaba bajo llave.

Ahora... simplemente las dejaba ahí, en cualquier parte.

Saqué la tarjeta número 64 y le estampé el sello.

Después abrí el cajón donde tenía los papeles de divorcio, ya listos desde hacía un tiempo.

No conocía a ningún abogado, así que decidí llamar a un profesor con el que solía tener confianza.

—Profesor, si quisiera divorciarme, ¿conoce a algún buen abogado que me pueda recomendar?

Del otro lado de la línea, se hizo un breve silencio.

—¿Divorciarte tú? ¿En serio? ¡Pero si cuando empezaron, todo el mundo en la facultad hablaba de ustedes! ¿Qué pasó?

Él mismo estuvo ahí aquella vez, cuando Diego organizó aquella propuesta tan elaborada.

Cuesta creer que algo tan grande, tan lleno de promesas... hoy ya no tenga forma de volver.

Todo empezó a cambiar el día en que Diego comenzó a hacerme a un lado.

Cuando sus conversaciones con Elsa se llenaban de temas que me hacían sentir totalmente fuera de lugar.

Cuando ni siquiera se molestaron en seguir escondiendo que compartían la cama.

No hay herida más profunda en una relación que la presencia constante de un tercero.

Nos fuimos perdiendo, poco a poco… hasta que ya no hubo vuelta atrás.

El profesor soltó un suspiro.

—Déjame eso a mí. Te voy a poner en contacto con alguien de confianza, él te va a ayudar con todo lo que necesites.

Miré las dos últimas tarjetas de perdón que quedaban sobre la mesa, y respondí con voz tranquila:

—Muchas gracias, profesor.

Justo en ese momento, Diego entró por la puerta.

—¿Con quién hablabas? ¿Era el profesor?

Traía una bolsa en la mano y la dejó sobre la mesa con desgano.

Colgué la llamada y lo miré de frente.

—Nada importante. Solo hice unas preguntas.

Frunció el ceño y me escaneó de arriba abajo.

—¿Qué preguntas? Ya es tarde para andar consultando cosas.

Le sostuve la mirada, sin bajarla.

—Era algo del laboratorio, nada más.

Se dejó caer en el sofá y empujó la bolsa hacia mí.

—Toma. Es para ti.

Era de mi pastelería favorita. Diego solía traerme dulces de ahí cada vez que venía a verme.

Ese local siempre tenía filas larguísimas, era muy famoso. Y él, solo por hacerme sonreír, se levantaba de madrugada para formarse antes de que abrieran.

Yo solía decirle que no era necesario tanto esfuerzo.

Él sonreía, me tocaba la nariz con cariño y decía:

—Si quieres un pastelito, te lo traigo feliz. Y si algún día se te antoja una estrella, haré lo posible por bajártela.

Teníamos tantos recuerdos lindos.

—¿Fuiste hasta allá? ¿Qué es esto...?

Abrí la bolsa, pero no era lo que pensaba.

Dentro había un vestido manchado con restos de pastel... y una sábana hecha bola.

Miré a Diego, que ya tenía una expresión incómoda.

—Elsa manchó su ropa, y la sábana tiene sangre. Está en sus días y no puede usar agua fría. Pensé que tú podrías ayudarla con eso.

A medida que hablaba, su cara se fue poniendo seria, convencido de que tenía razón.

—No exageres. Entre mujeres deberían entenderse. Y si no... usa otra tarjeta de perdón.

Sentí las palabras atoradas en la garganta.

Yo también tenía prohibido tocar agua fría. Apenas me estaba recuperando de una cirugía.

Pero a él eso parecía no importarle en lo más mínimo.

¿Otra tarjeta? Solo quedaban pocas tarjetas.

Y al ver su cara, tan tranquila, tan indiferente… se me fueron las ganas de discutir.

Diego siempre ha usado trajes caros, hechos a la medida.

Yo los lavo y los plancho a mano.

Y viéndolo bien, he sido una ingenua.

Tanto esfuerzo, tanto cuidado... ¿para qué?

Y al final mejor los tendría que haber tirado a la tintorería desde el primer día.
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