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Capítulo 2

Author: Lía Vallejo
Cuando salí de la oficina, sentí que se me había ido toda la energía.

Al pasar frente al club de la familia, una mezcla de tristeza y días sin comer me provocó una fuerte baja de azúcar.

La vista se me nubló. Me apoyé contra la pared junto a la entrada, apenas logrando mantenerme en pie.

En ese momento, un Bentley negro se detuvo frente a mí.

Lo reconocí enseguida. Detrás del volante estaba Mateo. A su lado, perfectamente maquillada y sonriendo, iba Elsa.

Mateo dirigió una mirada hacia donde yo estaba, pero enseguida la apartó, con esa frialdad con la que se ignora a un desconocido.

Salió del auto, le ofreció el brazo a ella y entraron juntos al club.

El tiempo se me hizo eterno.

El sudor me empapaba y las piernas apenas me respondían, cuando la puerta del club volvió a abrirse.

Mateo apareció, sosteniendo dos botellas de whisky.

Me encontró aún allí, encorvada, sosteniéndome apenas.

Frunció el ceño, ya molesto, y soltó cortante:

—¡Ya! ¿Qué te pasa? ¿Esperabas que yo te hiciera de chófer?

Apenas pude murmurar:

—Para nada.

Él ni se tomó la molestia de oírme. Me agarró fuerte de la muñeca y me lanzó al asiento de atrás.

—¿Haciéndote la víctima? ¿Es esta la nueva forma de joderme la vida? Anita, si necesitas que te lleven, llama al chofer, no me vengas con tus dramas. Estoy... súper... ocupado.

Por reflejo, me extendió la botella de whisky que traía. Pero yo odio el alcohol. No la acepté, y él la dejó caer en el asiento.

El aire en el auto se podía cortar.

De golpe, Elsa, la del copiloto, se volteó y me regaló una sonrisa de compromiso:

—Tú eres Anita, ¿cierto? Mateo siempre te menciona. Gracias a ti, ha estado bien todos estos años.

Su tono era un poco altivo, como si la patrona le diera las gracias a la niñera.

No me dio tiempo ni de procesar el coraje, cuando Elsa se agarró el vientre y le dijo:

—Mateo, me bajó, y me duele horrible la panza.

Mateo, con una calma total, sacó unas pastillas para el dolor y una bolsa de agua caliente, y se las pasó:

—Tómate una y ponte esto aquí.

Elsa sonrió, radiante, con ese brillo satisfecho que apenas podía disimular.

—Eres el único que se preocupa por mí —dijo con ternura fingida—. Me acuerdo... aquella vez en Siberia, cuando me vino la regla en plena tormenta de nieve, también me cuidaste.

—Eso haría cualquier caballero —respondió Mateo sin dudar.

Me quedé acurrucada en la esquina del asiento trasero, sintiéndome una intrusa, escuchando cómo recordaban su pasado.

Desde aquella noche nevada en Siberia hasta el amanecer en los Alpes... en todas esas historias, no había ni un rincón para mí.

Las luces de la calle se deslizaban por la ventana, una tras otra, como reflejos líquidos que iban borrando lo que quedaba de mí.

Mis ojos se detuvieron en las dos botellas de whisky que Mateo había dejado junto a mí.

El lugar de nuestra primera cita había sido un bar de whisky.

Recuerdo que pidió el más fuerte, lo empujó hacia mí con una mirada que todavía me estremecía.

—Si te atreves a beberlo —me dijo entonces—, me caso contigo.

Nunca había bebido, pero esa noche no sé de dónde saqué el valor. Lo tomé de un solo trago.

El whisky me quemó la garganta, pero el corazón me latía con fuerza.

El resto de esa noche se volvió un poco borroso por el alcohol, aunque nunca olvidé el amanecer.

Desperté en los brazos de Mateo, con un anillo en el dedo, y rompí a llorar de felicidad. En ese momento sentí que era la mujer más afortunada del mundo.

Pero después supe que lo que más lamentaba Mateo era no haberle ofrecido esa copa de whisky a Elsa.

Reí por dentro, con amargura.

Quizás ahora, al fin, pudiera compensar ese arrepentimiento.

Los recuerdos se mezclaban en mi cabeza, uno tras otro, hasta que el cansancio me venció.

Caí en un sueño pesado, inquieto, lleno de imágenes que no quería volver a ver.

Cuando abrí los ojos de nuevo, el auto ya estaba detenido en el garaje de la casa.

Elsa ya no estaba; no sé en qué momento se había bajado.

Mateo se giró hacia mí, con el gesto endurecido y una furia silenciosa en los ojos.

—Anita —dijo con voz grave—, ¿de verdad vas a usar este tipo de tonterías para llamar mi atención? Si querías que te llevara, solo tenías que decirlo. No hacía falta que te hicieras la débil en la puerta del club.

Su tono venía cargado de fastidio.

No sabía exactamente qué lo irritaba más, si mi presencia o el hecho de que hubiera interrumpido su momento con Elsa.

—Mateo, estás exagerando. Yo nunca te pedí que me llevaras.

Él soltó una risa breve, sarcástica.

—¿Ah, no? ¿Y piensas volver caminando con esa actitud?

—Puedo tomar un taxi —le respondí con calma—. Mateo, no dependo de ti. Antes hacía todo lo que querías porque te amaba, pero eso no significa que, si me voy, no pueda seguir adelante.

—¿Irte? —repitió, con una sonrisa incrédula—. Vamos, Anita, inténtalo. Quiero ver quién de los dos termina arrepintiéndose cuando te vayas.

No le respondí.

Ya lo haría cuando tuviera el acuerdo de divorcio en sus manos. Ahí entendería que, esta vez, hablo en serio.
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