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Capítulo 4

Author: Esperanza Marín
Paulina, siempre atenta a las reacciones de los demás, intervino en el momento preciso.

—Adri, por favor, no te enojes solo porque dicen que tu mujer no está a la altura. Todos lo dicen por tu bien. Piensa en cuántos años de amistad tenemos... Incluso si se pasaron un poco, escúchalos y ya, no te lo tomes tan a pecho.

—No estoy enojado —respondió Adrián mientras guardaba su celular—. Da igual, no va a ir a ningún lado. Sigamos.

Después de todo, en los últimos cinco años, aparte de su casa, ella nunca había ido a ninguna parte. No tenía a dónde ir.

Beto miró a Paulina y murmuró:

—Nuestra Pau sí que tiene clase. Si ustedes no hubieran terminado en aquel entonces...

—¿Qué estás diciendo? —lo interrumpió Paulina, lanzándole una mirada de advertencia—. ¡Llevas toda la noche sin controlarte, puras estupideces! Adri ya está casado, ese comentario estuvo fuera de lugar...

Sin embargo, al terminar de hablar, sus ojos buscaron a Adrián con una actitud de melancolía y resignación:

—Yo volví sin esperar nada. Mientras ustedes sigan dispuestos a aceptarme en el grupo y pueda estar cerca, con eso estoy feliz...

—No digas babosadas, mujer. Tú siempre vas a ser la consentida del grupo. ¡Ay del que se atreva a molestarte! Aquí estamos nosotros para defenderte. ¿A poco no, Adri? —dijo Beto, golpeándose el pecho con exagerada lealtad.

Adrián no dijo mucho, solo sostuvo su copa de vino y la agitó.

La escena le resultaba familiar. Años atrás, él solía ser así: disfrutaba ver a sus amigos bromeando y riendo con Paulina. Solo cuando el relajo se salía de control y acudían a él, intervenía para poner un poco de “orden”.

Ahora que volvían a buscar su aprobación, sonrió.

—Por supuesto.

***

Olivia no regresó a casa. Se registró en el hotel que había reservado.

Toda la frustración y el dolor estallaron en el instante en que se cerró la puerta de la habitación.

La imagen de Beto imitándola, caminando coja, aparecía una y otra vez ante sus ojos; las carcajadas resonaban en sus oídos como una maldición, girando sin cesar.

En realidad, ella sabía desde hace mucho tiempo lo que los amigos de Adrián decían a sus espaldas. Nunca se lo había mencionado a su esposo.

Eran sus amigos de toda la vida, lo entendía. Trabajaba muy duro fuera de casa, también lo entendía.

Por eso, no quería causar problemas ni molestarlo, y mucho menos quería que él tuviera conflictos con sus amigos por su culpa.

Pero ahora se daba cuenta de que había sido una ingenua. ¿Cómo iba a pelearse él con sus amigos por ella?

¡Eran sus amigos de toda la vida! ¿Qué era ella en comparación?

Solo era una deuda que se obligó a pagar llevándola al altar, una carga pesada. Sin ella, la vida de Adrián sería mucho más feliz.

“¡Es una lisiada! Si tú no te casabas con ella, ¿quién la iba a querer?”

“Siendo una coja, ¿de qué se queja casándose con alguien como Adri?”

“Si yo fuera Adri, preferiría haber sido yo el atropellado antes que casarme con una inválida para que se burlen de mí”.

“Los dueños de otras empresas llevan esposas elegantes y presentables, solo nuestro Adri no tiene a nadie a quien pueda presumir en público”.

***

Todos los rumores y comentarios hirientes que había escuchado durante esos cinco años se agolparon en su mente como una marea alta, formando un remolino gigantesco que la envolvía y la ahogaba.

Le faltaba el aire, sentía que el corazón y los pulmones se le desgarraban de dolor.

Con las manos temblorosas, abrió un álbum en su celular que no se había atrevido a mirar en cinco años. Contenía los registros de sus ensayos y presentaciones de la universidad.

Desde que supo que no podría volver a pisar un escenario, había guardado bajo contraseña todas las fotos y videos relacionados con la danza, prometiéndose no volver a abrirlos.

En ese momento, con la punta de los dedos temblando, pulsó un video al azar.

Al sonar la música, se vio a sí misma girando, saltando, haciendo un grand jeté en el aire.

Aquella Olivia también había tenido brillo, una figura ágil y fuerte, y también había recibido aplausos estruendosos...

Entonces, ¿había sido un error salvarlo? Pero incluso en el momento en que lo salvó, nunca pensó en casarse con él.

Fue él quien dijo que quería casarse, quien planeó una propuesta grandiosa, quien se arrodilló frente a ella con un enorme anillo de diamantes y le dio esperanzas...

Le tembló la mano al apagar el celular con fuerza y, por primera vez en cinco años, se derrumbó sobre la cama y lloró a gritos.

Lloró durante mucho, mucho tiempo.

Tanto que ella misma se sintió agotada, tanto que ya no le quedaban lágrimas, solo un dolor que ardía como fuego vivo.

Pero fue precisamente ese dolor lo que le permitió encontrar un poco de claridad después de ser sacudida en ese remolino asfixiante.

Cuanto más dolía, más lúcida se sentía. Fue al baño y se lavó la cara con agua fría, obligándose a calmarse.

Mirándose en el espejo, viendo su reflejo apagado, se dijo a sí misma en silencio: “Olivia, llorar una vez es suficiente. Tienes prohibido volver a llorar. Ahora, por favor, cena bien, descansa y mañana haz un buen examen”.

Lo único que agradecía era que, durante los largos cinco años de matrimonio, para matar el aburrimiento, había estudiado todos los días. No era que tuviera grandes ambiciones, sino que realmente le sobraba demasiado tiempo y el aburrimiento era insoportable.

Esperar a que Adrián llegara a casa era toda su vida. Pero siempre llegaba muy tarde.

Al principio, pensaba que estaba ocupado con el trabajo. Más tarde, entendió que no quería regresar temprano para enfrentarse a ella. Lo había escuchado ella misma.

En aquella época, compadeciéndose de lo duro que trabajaba, se armó de valor para demostrarle su cariño: preparó personalmente una comida especial y fue a la oficina a llevársela. Pero hubo una conversación que no debió haber escuchado. Estaba hablando con Beto en su oficina.

Beto le preguntaba por qué no se iba todavía, que ya era tardísimo y casi no quedaba nadie en la empresa, y qué hacía el dueño trabajando horas extra. Él mismo respondió: “No sé cómo volver y enfrentarme al entusiasmo de Olivia”.

En ese entonces, la ingenua Olivia no entendió el significado completo de esa frase, pero Beto lo captó.

Beto exclamó escandalizado: “No me digas... Adri, no me digas que todavía no han tenido intimidad, ¿verdad?”

Adrián guardó silencio. Era la verdad.

Adrián nunca la tocaba. Le había dado indirectas, e incluso, tragándose la vergüenza, había tomado la iniciativa, pero cada vez, la rechazaba con alguna excusa.

Como: “No estás muy bien de salud”. O: “He estado demasiado cansado estos días”.

No era ingenua; poco a poco entendió que no la amaba, por eso no quería tocarla. Pero escucharlo decir fue como si cien cuchillos le atravesaran el corazón; le dolió tanto que casi no podía respirar.

Luego, Beto le preguntó medio en broma, medio en serio: “Adri, ¿no será que no sientes nada cuando la ves? Digo, a pesar de todo, ella es muy guapa”. La respuesta de Adrián se convirtió en una espina enterrada en lo más profundo de su pecho, una que durante los años siguientes la pinchó constantemente; cada vez que lo recordaba, sentía un dolor horrible.

Adrián dijo en aquel momento: “Lo he intentado. He querido tener una vida normal con ella, pero en cuanto veo su pierna, yo... no puedo”.

Así que era eso... Esa pierna llena de cicatrices y con los músculos atrofiados por salvarlo, a sus ojos era repugnante, le mataba el deseo...

Al final, no llamó a la puerta de la oficina. Aquella comida hecha con tanto amor terminó en el bote de basura de la empresa. Desde entonces, nunca volvió a ir a su oficina.

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