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Capítulo 5

Author: Esperanza Marín
Después de aquel incidente, Olivia retomó el estudio. En ese momento no lo analizó demasiado; solo buscaba añadir algo de esperanza secreta a su vida descolorida. Tener algo que hacer le impedía sentirse miserable cada vez que recordaba aquella frase hiriente.

Quién hubiera imaginado que ese refugio, que solo le pertenecía, se convertiría en su salvación. Tenía que salir bien en el examen.

Tenía que irse de aquí, lejos, muy lejos. Mientras más distancia, mejor. Le dolía hasta el alma con tan solo pensarlo...

Ni siquiera distinguía si el dolor era por Adrián o por haber desperdiciado cinco años de su vida en la persona equivocada. Pero eso ya no importaba. Lo importante era que no se permitiría hundirse de nuevo en ese sufrimiento.

Aunque la herida tardara mucho en sanar, ella misma tendría que tomar la iniciativa para salvarse. Pidió servicio a la habitación: una cena ligera y ropa interior desechable. Llamó a recepción para programar una llamada de despertador para la mañana siguiente.

Luego, se obligó a dormir. Quizá porque la noche anterior no había podido dormir, esta vez logró descansar bastante bien.

Al día siguiente se levantó a tiempo y encendió su celular. Entraron mensajes en cascada, el celular vibró sin parar, todos provenientes de una sola persona: Adrián.

No leyó ninguno; temía que afectaran su concentración para el examen. Desayunó algo en el hotel. Con todo listo, salió hacia la sede de la aplicación de la prueba.

El hotel estaba muy cerca del lugar donde se realizaba el examen, a unos cinco minutos caminando. Apenas puso un pie fuera del hotel, el celular vibró en su mano.

Era una llamada de Adrián. Entró en pánico y casi tira el aparato; deslizó el dedo rápidamente para rechazar la llamada y volvió a apagarlo.

Al salir del examen, el corazón todavía le latía descontrolado. Pero esta vez era por alegría.

Sentía que le había ido bien. El examinador del módulo oral le había sonrío durante toda la conversación, en la parte auditiva entendió casi todo, y completó las secciones de lectura y escritura sin contratiempos.

No se atrevía a calcular qué puntaje obtendría, pero al menos, ¡había terminado todo! ¡No estuvo tan mal!

Caminaba sola por la banqueta, con la cabeza baja, repasando mentalmente cada pequeño detalle de la prueba, hasta que un par de zapatos de cuero aparecieron en su campo de visión. No esperaba que alguien se parara intencionalmente a bloquearle el paso, así que no tuvo tiempo de frenar y chocó contra la persona. Si no la hubiera sostenido, se habría caído.

Y esa persona era, precisamente, a quien menos quería ver. Adrián.

—¡Olivia!

Notó que estaba furioso, pero hacía un esfuerzo visible por reprimir su enojo.

—¿Por qué no llegaste a dormir a casa? —preguntó él sujetándola por los hombros, suavizando la voz. Sonaba como siempre: tranquilo y gentil.

“¿En serio no sabes por qué no regresé?”, pensó ella.

Pero no tenía energía para discutir eso ahora. Con el choque, su bolso se había caído al suelo y se había abierto; la pluma especial del examen asomaba por la abertura. ¡No quería que él supiera que había presentado el examen!

Se soltó de su agarre con un movimiento brusco, se agachó y metió la pluma al fondo del bolso a toda velocidad antes de cerrar el broche con fuerza.

—¿Qué es eso? —preguntó él, mirando el bolso.

—Una pluma. —Fingió calma, aunque apretaba la correa del bolso con tanta fuerza que los dedos se le pusieron pálidos.

—Déjame ver —ordenó.

No, no podía dejar que la viera. Se abrazó al bolso con más fuerza.

—¿Para qué quieres una pluma?

—No la pluma. Dame tu celular —dijo él.

Ella dudó un instante, pero terminó sacando el celular y entregándoselo. Estaba apagado.

Solo le echó un vistazo y se lo devolvió.

—Te llamé muchísimas veces, te mandé montones de mensajes, ¿por qué no contestas? ¿Sigues enojada?

Ella sostuvo el celular y sintió un inmenso alivio. Le aterraba que revisara el contenido; si llegaba a abrir el correo y veía la confirmación del examen, no sabría qué hacer...

Lo pensó un momento. Ya no importaba. Solo quería largarse.

Ese deseo se volvió mucho más intenso al tenerlo frente a ella. Al ver que no respondía, Adrián asumió que ella seguía haciendo berrinche y suspiró.

—Tú siempre eres muy razonable, ¿no? ¿Cómo es que esta vez ni siquiera llegaste a dormir por una tontería así?

Olivia juraría que ya no quería enojarse por esas cosas, pero la frase de Adrián habría hecho perder la paciencia hasta a un santo.

—Entonces, ¿lo de ayer también fue culpa mía? ¿Yo fui la irracional? —no pudo contenerse—. ¿Debí entrar y felicitar a Beto? ¿Decirle: “Qué bien imitas, qué talento”?

Adrián mostró un gesto de incomodidad.

—No quise decir eso. A lo que me refiero es que no puedes controlar lo que dicen los demás, no tienes por qué tomarte sus palabras...

—Yo no controlo a los demás, ¡pero tú sí podías hacer algo! —Lo miró fijamente—. ¿Qué estabas haciendo? Tú y tu querida Paulina estaban abrazados, muertos de la risa.

—¡Olivia! —La cara le cambió; por primera vez, mostró un enfado real.

Olivia entendió.

“Paulina” era su punto débil, un terreno intocable. ¿Qué más se podía decir?

Abrazó su bolso, lo esquivó y siguió caminando. Sin embargo, extendió el brazo y la rodeó por la cintura para detenerla.

—Perdón, estuve mal, no debí levantarte la voz —dijo en tono bajo—. Es solo que... no quiero que malinterpretes a Paulina. Solo somos amigos, igual que con los demás. La veo como si fuera uno de mis amigos; ella no está casada y si hablas así de ella la perjudica.

Olivia no entendía nada. ¿No eran ellos los que hacían las cosas? Paulina se le recargaba con descaro. Si lo hacían, ¿por qué temían que se dijera?

Pero solo respondió con un sonido seco.

—Ah.

Él notó su indiferencia.

—¿Por qué sigues tan molesta? Te viniste sola a un hotel, no llegaste a casa y ni siquiera te he reclamado nada, ¿y tú sigues con el drama?

Sí, claro, todo era culpa de ella.

—Ya, no te enojes. Vamos a comer algo y luego te acompaño a comprar lo que quieras, ¿te parece?

Olivia lo pensó. Estaba bien. Tenía cosas que decirle.

Adrián la llevó a un restaurante cercano. Al entrar, ante las miradas de los meseros y por pura costumbre, Olivia sintió el impulso de bajar la cabeza, subirse el cuello del abrigo y esconderse detrás de Adrián, caminando despacio para disimular la cojera.

Pero se relajó. Si no estaba a la altura, pues no lo estaba. De todos modos, ya no planeaba estar a su lado.

Se sentaron. Adrián pidió la comida.

Cuando llegaron las órdenes, le pasó los cubiertos, usando ese mismo tono gentil de siempre.

—Come. Pedí lo que te gusta.

Olivia miró la comida. Todo tenía chile. Todo era picante.

Sonrió con tristeza. No sabía que ella no podía comer picante. Si en casa siempre se cocinaba con chile, era porque a él le encantaba.

—No tengo hambre —dijo sin tocar los cubiertos—. Tengo algo que decirte.

—¿Qué pasa? —Curvó los labios ligeramente—. ¿A dónde quieres ir? Te acompaño, hoy tengo el día libre. En la tarde podemos ir a pasear y en la noche vamos a cenar a casa de tus papás.

Ella se quedó mirando esa sonrisa tan tenue, casi imperceptible, y al pensar en lo que estaba a punto de decirle, sintió dolor agudo.

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