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Capítulo 3

Author: Anónimo
Por la noche, volví a sumergirme en esas pesadillas de los años aterradores, despertando empapada en sudor.​

Me desperté sobresaltada, y al recordar aquella experiencia peor que la muerte, las lágrimas comenzaron a rodar sin control por mis mejillas.

Los tratantes me habían vendido a una aldea miserable, donde un anciano me compró para ser la esposa-niña, criada desde la infancia para servir al hijo discapacitado de aquella familia.

Desde entonces, cada amanecer era una condena: lavar montañas de ropa sucia, alimentar a los cerdos, trabajar la tierra y dar de comer al muchacho.

Incluso compraron una cadena de hierro para atarme a él, como si fuéramos dos prisioneros.

Después de cada jornada agotadora, debía seguirlo a todas partes y soportar el acoso de otros niños en su lugar.

Si él regresaba con una sola herida, a mí me golpeaban el doble.

De noche, no tenía más opción que acurrucarme bajo su cama para dormir.

Así pasaron seis meses. Convivíamos, comíamos juntos, y poco a poco él empezó a confiar un poco en mí.

Lo convencí de quitarme la cadena e intenté escapar, pero apenas crucé la entrada del pueblo, me atraparon.

La paliza fue brutal: dos varas se rompieron contra mi cuerpo, terminé cubierta de sangre y con la pierna fracturada.

Si no hubiera sido porque debía seguir “cuidando” al muchacho, ni siquiera me habrían dejado curarme.

Como castigo por haber intentado huir, me encadenaron en el chiquero y me dejaron sin comer durante tres días.

El hambre me nublaba la vista, hasta miraba la comida de los cerdos con anhelo.

Pero estaba inmovilizada en el rincón más sucio, no podía siquiera arrastrarme hacia los restos.

Al tercer día, el hermano mayor del bobo me acercó un plato de arroz podrido.

Estaba cubierta de moho y pegajosa, con un olor agrio y putrefacto.

Hasta mi estómago vacío se rebelaba contra ese hedor.

Intenté vomitar.

Pero el hermano mayor aplastó mi cara contra el tazón, rio y dijo:

—¿No quieres esto? ¡Pues aguanta tres días más sin nada!

No quería sentir cómo se escurría mi vida otra vez, quería sobrevivir, incluso fuera sin dignidad.

Conteniendo la respiración, tragué cada bocado del tazón.

Él salió corriendo, exaltado:

—Jajaja, gané la apuesta. Ella hasta come lo que ni el perro quiere...

Cuando se fue, vomité todo lo que había logrado tragar.

Desde ese día, me quedó una gastritis crónica que nunca se curó.

Después de conocer a Andrés, cuando supo de mi gastritis, se levantaba temprano cada día para cocinar una sopa y la traía hasta mi puerta.​

Mis amigas decían que había encontrado al novio perfecto, que estaba locamente enamorado de mí.

Pero yo nunca supe que él tenía un pasado con Aurora, o jamás me habría involucrado con él.

Ya había vivido la pesadilla de que me arrebatara a mis padres y a mi hermano. No toleraría que alguien cercano a mí tuviera el más mínimo vínculo con ella.

Sin embargo, cuando tenía cinco meses de embarazo, Aurora regresó del extranjero y supe que habían sido el primer amor del otro.

La noche de su regreso, vi a Andrés tan alterado que pasó toda la noche fumando en el balcón.

Pero había dejado el cigarrillo hacía meses por nuestro bebé.

Quizás desde ese momento debí entender que ante Aurora, yo siempre perdería.

A la mañana siguiente, lo vi en la cocina, agotado pero cocinando.

Al verme, me sirvió una sopa con expresión ansiosa:

—Cariño, con tu estómago delicado, toma esta sopa que te preparé.

Por un instante, mi corazón se calentó hasta que vi la caja de comida que sostenía en la otra mano.

—No malinterpretes, es que mi mamá dijo que Aurora no tiene apetito y me pidió eso.

Sonreí con amargura:

—Andrés, dime, cuando cocinabas esta sopa, ¿pensabas en tu esposa embarazada o en tu exnovia deprimida que intenta suicidarse?
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