En medio del círculo de miradas acusadoras, Emiliano, que permanecía en silencio, al fin abrió los labios con calma glacial.—Don Horacio, pienso que Inés solo creyó que la habitación era demasiado bonita. Como después salió por sus propios medios, debería perdonarla.Las palabras parecían una súplica, pero el sentido era claro: confirmaban lo que decían Patricia y Mariana, que Inés había entrado en el lugar prohibido.Al escucharlo, Inés cerró los ojos con amargura, una sonrisa irónica tensándole el rostro. No le sorprendía.—¡Qué bien sabe ayudar el señor Cornejo! —murmuró con desprecio.Sí, Emiliano había tomado partido. La había visto cuando Patricia la empujó dentro de la habitación y, aun así, no movió un dedo. Había preferido quedarse con Mariana, enredado en aquella escena vergonzosa.Y ahora, frente a todos, la traicionaba sin titubeos.Un frío acerado le recorrió las venas.Emiliano, por su parte, notó aquel dolor en los ojos de Inés y cerró los puños hasta clavarse las uñas
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