Inés sabía que, en cualquier corporativo, la oficina del presidente siempre estaba en el último piso. Así que, si Mateo no quería llevarla, perfectamente podía subir sola.Pero, al ver que, como asistente, ya lo habían descubierto antes de poder maniobrar, no le quedó más remedio que resignarse y acompañarla en el ascensor privado hasta el piso 51. Durante todo el trayecto, intentó justificarse diciendo que Sebastián y Alejandra solo estaban hablando de trabajo.Sin embargo, en cuanto empujaron la puerta, un grito femenino, cargado de coquetería, les heló la sangre.—¡Ah! ¡No, por favor!El corazón de Mateo se desplomó, e Inés se detuvo en seco. Allí, en la amplia y luminosa oficina, la figura erguida del hombre estaba sentada en el sofá de descanso. El rostro, impecable y frío como siempre, salvo por una sombra de desorden en su mirada. Y sobre él, arrodillada, una mujer con la ropa medio caída.Sí, medio caída. La falda de cuero que Inés había visto en la foto estaba ahora con la cre
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