Inés, a pesar del dolor, se esforzó por sonreír y, con los dientes apretados, levantó el brazo para acariciar la mejilla de Sebastián.—Además, todavía cargas con el trauma de lo que pasó hace años. No quiero que pase nada que te lo empeore.Inés entendía perfectamente el dolor de Sebastián. Por eso, si él la protegía con tanto empeño, ella también tenía que protegerlo a él.El aire quedó suspendido, inmóvil. Sebastián, con Inés en brazos, se detuvo en seco. Su cuerpo parecía convertirse en piedra, como una escultura. La miró sin pestañear hasta que el gemido ahogado de Inés rompió el silencio.—Me duele cada vez más... —murmuró ella, pálida.Él parecía paralizado, pero solo Inés notó que sus brazos se tensaban más: la mano en su cintura y la otra en su hombro la sujetaban con fuerza creciente.—Perdóname... no fue mi intención —susurró Sebastián, con la voz entrecortada, reaccionando de golpe. Aflojó el abrazo, torpe. Aquel hombre, siempre tan sereno, por una vez parecía un niño asust
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