—Lastimado por alguien y encima despreciado… con el brazo enyesado no puedo ni abrir una botella. Mejor déjenme aquí, a ver si sobrevivo solo —suspiró Fernando, poniéndose de pie con parsimonia. Sostenía el yeso con la otra mano, el gesto crispado como si cada movimiento jalara del dolor.Ana Sofía apretó los labios, hecha un nudo entre la culpa y la impotencia. Por dentro lo maldecía por tramposo, y aun así la punzó una vergüenza tonta. “¡Fernando, me haces sentir tan culpable que me dan ganas de darme una cachetada!”Sin alternativa, se adelantó y le sostuvo el brazo con firmeza.—Lo llevo yo, señor —dijo.Fernando bajó apenas la cabeza y, de reojo, la midió con una chispa de triunfo. Alzó el mentón, la comisura torcida en burla.—No sonrías así, Ana Sofía… te ves fatal.La sonrisa de ella se congeló en el aire. Parpadeó, procesó, y contraatacó:—Mejor no hable, señor Cervantes. Le huele todo a cebollín.—¿Me estás haciendo el feo? —alzó una ceja, divertido.—Malinterpretó. Lo subo p
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