Al final, ambos saldremos heridos

Estaba sentada en el sofá mirando los comentarios debajo de esa publicación. Casi todos eran bromas.

Y sí, ¿quién no sabía ya que yo amaba a Santiago al punto de haberme olvidado de mí misma?

Nadie creería que, justo cuando estábamos por llegar al matrimonio, fui yo quien decidió irse.

Le estuve detrás tres años hasta que por fin me hice su novia. Y él me pidió matrimonio el día que cumplí veintisiete.

Pensé que por fin todos esos años de entrega iban a valer la pena.

Pero entonces, Santiago me lanzó el golpe más bajo: quería tener un hijo con otra mujer.

No soy una persona generosa. Amar tan humillada hizo que él creyera que yo era lo bastante noble como para entregarle a mi prometido a otra sin decir nada.

Estaba perdida en mis pensamientos, hundida en el sofá, cuando el timbre del celular rompió el silencio con un zumbido cortante.

Era Leandro Serrano. Años sin tener contacto.

Si lo pienso bien, fuimos algo así como amigos de toda la vida. De niñas, siempre iba detrás de él como su sombra. Hasta se burlaban diciendo que yo era “la colita de Leandro”.

Él siempre fue reservado, con esa aura fría que hacía que la gente lo considerara inaccesible. Pero yo nunca lo vi así.

A pesar de que hablaba poco, tenía una paciencia infinita para escuchar todas mis tonterías.

Después del bachillerato, él se fue a Altavilla y yo a Puerto Azul.

Y luego conocí a Santiago. Me enamoré perdidamente. Lo perseguí sin tregua. Por él, pasé años sin volver a Mirador Real.

Por eso, ver el nombre de Leandro en mi pantalla ahora… fue totalmente inesperado.

Ni siquiera alcancé a hablar cuando su voz, serena y algo distante, atravesó la bocina.

—¿Es cierto lo que escribiste?

—¿Qué cosa?

Tardé unos segundos en entender a qué se refería. Miré la pared, donde solo quedaba una foto solitaria de Santiago y yo, sonriendo como dos desconocidos.

—Sí, es cierto.

Soltó una risa leve, con un matiz de alegría que no le conocía.

—Si no te molesta… ¿te gustaría considerarme a mí?

Una ráfaga de viento se coló por la puerta mal cerrada del balcón. La cortina de gasa, aún sin colgar, se levantó y cubrió la planta en la esquina.

—De acuerdo. ¿Cuáles son tus condiciones?

Leandro es abogado, sí. Pero su familia lleva generaciones en el mundo de los negocios. Y eso se le nota. Nunca creí que no tuviera una agenda propia.

—Mañana te enviaré un contrato prenupcial.

Lo sabía. Leandro nunca haría un trato sin beneficio claro.

—Y otra cosa, Isadora. Me gustaría que cambiaras mi nombre en tu celular. Ponle “Mi amor”.

Instintivamente retiré el teléfono para mirar el contacto. En efecto, era Leandro. Me pregunté si estaba bien de la cabeza. ¿Cómo podía haber cambiado tanto en estos años?

—Isadora, este es tu primer paso hacia una nueva vida.

***

Leandro parecía tenerlo más claro que yo: mi relación con Santiago era un desastre. También entendía que, en el fondo, yo solo lo veía como una tabla de salvación para escapar de un amor que me estaba ahogando.

—¿Hay algo más que quieras decirme?