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Capítulo 3

Author: Luna Roja
Nunca olvidaré la voz indiferente de Nicolás resonando fuera de la habitación del hospital.

—Así está mejor. Nunca debió pasar.

Desde ese día, fue como si hubiéramos llegado a un acuerdo silencioso. Él siguió con su vida de mujeriego.

Mientras la familia Montes siguiera a flote, todo estaba bien. Podía tener todas las aventuras que quisiera, siempre y cuando… no hubiera un embarazo de por medio.

Pero ahora, él había roto el pacto. La familia Montes se había convertido en un cascarón vacío desde que mis padres murieron, uno tras otro. Y en cuanto a él, ya no quería seguir forzando las cosas.

Me recargué en la ventana del carro, el aire que respiraba se sentía denso y caliente. Lo vi tranquilizar a Aitana Solís y luego volver hacia mí. Abrió la puerta, colocó mis brazos alrededor de su cuello y me cargó hasta la sala de urgencias.

Por encima de su hombro, vi a Aitana secarse las lágrimas y mirarme con desprecio. Cuando Nicolás pasó a su lado, ella intentó sujetarlo de la ropa, un gesto desesperado que no llegó a nada.

Él caminaba rápido, con una actitud severa en esa cara tan perfecta que ni el mejor escultor podría concebir.

Siempre lograba darme la falsa esperanza de que, sin importar cuánto tiempo se perdiera por ahí, al final regresaría a mí. Pero esta vez, negué. Fui yo la que tomó la iniciativa.

—Quiero el divorcio.

Se detuvo en seco, pero no me miró.

—¿Qué?

—Que nos divorciemos, ¿quieres?

Su gesto fue una mezcla de emociones: primero molestia, luego confusión y, finalmente, una risa discreta.

—¿Ya no quieres esperar? A lo mejor en un par de años…

Me lanzó una mirada rápida, con una sonrisa burlona.

—…me cansé de todo esto y vuelvo a casa.

Yo también me reí, aunque sentí que los ojos me ardían. Seguramente la fiebre me estaba subiendo otra vez.

—¿Y ahora qué? Ya no puedo seguir con esto. Mejor seamos solo amigos, ¿bueno?

Por un instante, la cara de Nicolás se tensó. Apretó tanto la mandíbula que los músculos de sus mejillas se marcaron.

—¿Así que te falta novedad?

Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero me esforcé por mantener la sonrisa.

—Nunca debimos casarnos. Tenías razón en lo que dijiste hace años.

«¿Camila? A lo mucho, podría ser amigo. ¡Y ya!».

***

Claro que Nicolás ya no necesitaba ser solo mi amigo. Durante esos diez años, la familia Montes había recibido todo el apoyo de los Serrano. Hacía tiempo que nos habíamos convertido en una carga.

Por eso, cuando la noticia de nuestro divorcio se esparció, pareció que toda la familia Serrano respiró con alivio.

Firmé los papeles del divorcio mientras aguantaba una fiebre que no cedía, y después de eso, caí en un sueño que duró dos días.

Cuando desperté, el nombre de Nicolás ya estaba en la última hoja del acuerdo que descansaba sobre el buró. Me quedé paralizada unos segundos. Luego, entre la confusión, sentí culpa.

El acuerdo no era precisamente honorable, y mucho menos elegante.

Todos estos años, cada vez que lo ayudaba a lidiar con sus examantes, él me hacía una transferencia a mi cuenta. Había guardado cada centavo, y aun así, en la división de bienes, me aseguré de dejar todo a mi favor.

Alguien tan astuto como él seguro notó mi aparente avaricia. Y a pesar de todo, firmó sin dudarlo. Eso me dejó pensativa un buen rato. Quizá llevaba mucho tiempo esperando a que yo fuera la que pidiera el divorcio.

Supongo que para él, pagar para deshacerse del problema era mejor que pasar otros diez años atado a mí sin rumbo.

Cuando la temperatura por fin volvió a la normalidad, arrastré mi cuerpo debilitado y empecé a empacar.

Diez largos años de mi vida terminaron guardados en dos maletas que ni siquiera estaban llenas.

Arrastré las maletas escaleras abajo. El personal de la casa, desde la cocinera hasta el chofer, me observaba desde adentro y afuera.

—Seño… señorita Montes, ¿quiere que le avisemos al señor que ya se va?

Me negué.

—No es necesario.

Nadie dijo adiós. Nadie se acercó. Se quedaron inmóviles un par de segundos y luego volvieron a sus quehaceres como si nada.

No pude evitar sentir tristeza. Hasta ellos sabían que yo solo estaba de paso. Cuando el taxi que pedí salió de la propiedad de los Serrano, no miré atrás.

Los recuerdos que había acumulado desde mi infancia por fin llegaban a su punto final. En medio del silencio, el taxista preguntó:

—¿Necesita un pañuelo?

Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía la cara empapada en lágrimas. Se suponía que debía sentirme liberada.

Pero un pájaro que ha vivido enjaulado también se siente perdido cuando lo dejan en libertad. En el trayecto de la casa al aeropuerto, recogí mi pase de abordar y cambié la tarjeta SIM de mi celular.

Apenas pisé la cabina del avión, caí en un sueño. Estos últimos días había sentido un cansancio interminable. Sentía que había perdido el equilibrio, y lo único que quería era refugiarme en mis sueños para lamer mis heridas en silencio.

Más de diez horas después, por fin aterricé al otro lado del océano.
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