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Capítulo 3

Autor: Pomelo
Tomé un taxi y me fui detrás del auto de Pablo, aunque estaba claro que no quería verme.

Me costaba creer que Lucía estuviera realmente embarazada. Lo seguí para dejar claro que yo no tenía nada que ver con lo ocurrido.

Cuando Pablo la dejó en quirófano, se volvió hacia mí con una frialdad que cortaba.

—Daniela, jamás imaginé que fueras tan cruel. Lucía solo venía a felicitarte por tu boda, ¿por qué hiciste esto?

Con ese reproche contenido, se me fueron las ganas de explicarle nada.

—Si el bebé de Lucía no sobrevive —añadió—, le voy a dar a ella el regalo de boda que tenía preparado para ti. Lo considero una compensación.

Lo miré, atónita.

Pablo siempre decía que una boda debía tener su ritual, que todo lo que otras mujeres recibían yo lo tendría… y más. Incluso me propuso cederme el cincuenta por ciento de su empresa como regalo nupcial.

Con lo que acababa de decir, entendí que, pasara lo que pasara con ese embarazo, aquello ya no era para mí.

En su cabeza yo había quedado sellada como una mujer venenosa.

Solté una risita seca y, aun así, me mantuve en silencio.

Pablo frunció el ceño, impaciente, y me hizo un gesto con la mano.

—Vete a casa. Esta noche me quedo con Lucía. Mañana la comitiva de la boda pasa por ti.

Se plantó frente a la puerta del quirófano, mirando fijo la luz encendida, absorto.

Yo me di la vuelta y me fui.

Quise decirle que yo no había hecho nada contra el bebé de Lucía. Quise decirle, además, que el origen de ese embarazo era, como mínimo, dudoso.

Antes de la quiebra de mi familia, cuando los Álvarez y los Martínez seguíamos con el acuerdo de matrimonio, ambas familias hacían chequeos médicos anuales.

Una vez, por accidente, vi los resultados de Javier: era estéril; no producía espermatozoides.

Jugada maestra la de Lucía: matar dos pájaros de un tiro. Y Pablo elegía creerle a ella, no a mí.

Con ese pensamiento en mente, empecé a empacar.

Quería irme el mismo día de la boda para que Pablo, el nuevo «príncipe» de la ciudad, hiciera el ridículo. Pero ahora entendía que, si no me iba ya, la burla pública el día siguiente iba a ser para mí.

Cuando terminé, eran las ocho de la noche. Pablo no volvió a casa.

Vaya ironía: en la víspera de mi boda, mi prometido pasaba la noche en el hospital con otra mujer y yo me quedaba sola, en una casa que ni siquiera fue elegida para mí.

Compré un boleto para el vuelo de las tres de la madrugada. Cerré la puerta sin mirar atrás.

Esperé en el aeropuerto. En ese rato, no recibí ni un mensaje ni una llamada de Pablo.

De Lucía, en cambio, me llegaron varias notificaciones: una foto de Pablo, con los ojos a medio caer del sueño, cuidando su suero.

“Qué detallista es Pablo. Dani, seguro serás muy feliz casándote con un hombre tan atento.”

Después me mandó un video oscuro. No se veía casi nada, pero se oían sus voces.

—Pablo, no te preocupes por mí. Vete a casa. Mañana eres el novio, tienes que estar presentable —decía Lucía.

Se oía a Pablo mover cosas, el roce de tela, pasos.

—No pasa nada. Si no quieres que Javier venga, me quedo contigo. No voy a dejarte sola aquí. Lo de la boda se ve después. Mañana llegaré tarde un rato, para que Daniela aprenda la lección.

—Listo, ya lo lavé; ahora lo tiendo.

El video se cortó.

Al instante, Lucía mandó otro texto:

“Pablo me lavó la ropa interior manchada de sangre. Dani, no te enojes. Acabo de perder al bebé y no puedo hacerlo. Seguro me entiendes, ¿verdad?”

No me rebajé a responder. Su falsedad hablaba sola.

Anunciaron el embarque. Saqué la SIM del teléfono y la tiré a la basura. Subí al avión.

Solo cuando miré las nubes a las tres de la mañana, entendí que me había ido del todo.
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