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Capítulo 3

Penulis: Cristina
—¡Ay, se me olvidó! Tú no puedes tomar leche… —dijo mi mamá apresurada, intentando salvar la situación—. Al ratito te traigo leche de avena, ¿sí?

No quería que se notara que en realidad estaba mucho más pendiente de su hija adoptiva que de mí.

Pero en ese momento, el golpe seco del vaso contra la mesa rompió la atmósfera.

—¡Ya basta con tantas delicadezas! —espetó papá, con el ceño fruncido—. ¡Por eso la tienes tan malcriada! Siempre haciéndole caso en todo… Ya nos vamos, hay que llevar a Carina a cambiarse de escuela, no hay tiempo que perder.

Si hubiera sido la de antes, esa frase me habría destrozado. Habría gritado, llorado, tal vez hasta tirado cosas. Pero ahora, lo único que me quedó fue el silencio. Un vacío frío, como si el alma ya no doliera.

Me senté en la esquina de la mesa sin decir palabra. Vi a Carina, inclinada sobre su plato, con una sonrisita triunfante en los labios. Pero en cuanto levantó la cabeza, ya tenía el rostro cubierto por una tristeza delicada.

—Papá… no le hables así a mi hermanita. Ella no es como yo… ella siempre ha sido querida, cuidada desde chiquita… que sea un poco caprichosa es normal, ¿no crees? Eso solo demuestra cuánto la aman.

Mis padres, una vez más, fueron tocados en lo más profundo por su voz temblorosa, por esa expresión de dulzura lastimada. ¿Cómo no conmoverse ante semejante ángel?

Y yo, en contraste, parecía una niña egoísta, malcriada, incapaz de apreciar todo lo que tenía desde siempre.

Sus miradas volvieron a llenarse de decepción.

Pero a mí ya no me importaba. En mi vida pasada ya casi había roto la relación con ellos, y esta vez no pensaba volver a desgastarme por ganarme un poco de cariño.

Podría fingir, si quisiera. Fingir ser esa hermanita dulce, fácil de controlar, dispuesta a ceder. Entonces seguiría siendo “la buena hija”, recogiendo las sobras del afecto que Carina dejaba pasar.

Pero no. Yo iba a demostrarle que todo eso por lo que tanto luchaba —el amor, la familia, la atención— para mí no valía absolutamente nada.

***

Cuando ellos, “la nueva familia feliz”, regresaron de la escuela después de hacer el cambio de matrícula de Carina, yo ya había vaciado mi antigua habitación y me había mudado sola al cuarto de servicio.

No lo hacía por dejarle espacio a Carina, sino por recuperar algo que me pertenecía: mi propio rincón.

Papá vino a buscarme. Me acarició la cabeza con una dulzura forzada y dijo:

—Qué madura eres, Estrella. Eres la hija que cualquier padre soñaría tener.

Cualquier niña se habría sentido feliz con esas palabras. Pero yo, que ya había vivido esto antes, entendí bien el subtexto: solo si renunciaba a mí misma por Carina, solo si me llenaba de la misma compasión ciega que ellos, podría seguir siendo su “hija ideal”.

Carina no tardó en invadir el pequeño espacio que me había reservado. Entró sin pedir permiso, observando cada rincón hasta que sus ojos se posaron en mi estante de materiales de arte.

Su cara se descompuso al instante. Sin decir una palabra, se lanzó a los brazos de mamá, llorando bajito:

—… yo también quisiera poder pintar como mi hermanita, sin preocupaciones…

Mamá me miró, incómoda. Dudó unos segundos antes de abrir la boca:

—Perdóname, Estrella… pero, ¿podrías guardar tus cosas de pintura por un tiempo? Es por el bien de Carina. Tú sabes cómo se pone...

Y ahí estaba otra vez. Desde la llegada de Carina, mi mundo se había ido achicando. Primero mi habitación, luego mis horarios, ahora hasta mis sueños.

En la vida pasada fue igual. Como Carina tenía problemas en la vista, no podía pasar mucho tiempo pintando, así que me limitaron también a mí. Poco a poco, mis clases, mis materiales, mis momentos frente al lienzo fueron desapareciendo.

A pesar de ser hija de artistas, nunca pude pintar como quería. No podía asistir a cursos, no podía comprar los pinceles que me gustaban, no fuera a ser que Carina se sintiera mal.

Pero ella sí podía sentarse en las piernas de papá, recibir clases privadas, trazo por trazo, mano con mano.

Sus dibujos eran enmarcados, colgados con orgullo en la sala. Los míos… enterrados en el fondo de un viejo portafolio.

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