Morí traicionada, renací para destruirlo
El mismo día que me tocó dar a luz, la alumna de mi esposo —embarazada y con el orgullo atravesado— decidió largarse sola a escalar la Cordillera de los Andes.
Mientras él se la pasaba buscándola sin dormir, como un desesperado, yo estaba en el hospital, desangrándome en un parto complicado que me mandó directo a terapia intensiva.
Cuando por fin abrí los ojos, lo primero que vi fue al médico entregándole a mi esposo el parte donde decía que mi vida estaba en riesgo... y él, en vez de acercarse a darme un poco de consuelo, me aventó en la cara los papeles del divorcio.
—Camila es mi mejor estudiante —me soltó, serio—. No me voy a quedar de brazos cruzados viendo cómo hace semejante locura. Tú vas a ser mamá, te toca aguantar.
En esa vida no firmé.
Apenas salí de la sala de partos, me fui directo a la universidad a denunciarlo por la relación que tenía con su alumna.
A ella la terminaron sacando del posgrado, y la presión fue tan fuerte que un día se cortó la garganta delante de mí.
Cuando él llegó, ya no había nada que hacer: dos vidas se habían ido de golpe.
Él no dijo una sola palabra, organizó el entierro y después me trató como si nada hubiera pasado.
Yo, ingenua, pensé que por fin la vida iba a darme un respiro.
Pero el día que nuestra hija cumplió un año, él le pisó al acelerador y el carro en el que íbamos se fue directo al precipicio.
Ese mismo día... se cumplía un año de la muerte de su alumna.
Cuando volví a abrir los ojos, estaba otra vez en la sala de partos, justo en el momento en que casi se me iba la vida.