Dalia
El día en que Rosa, el amor de mi esposo, enferma terminal, dio a luz a su hijo, mis suegros contrataron a diez guardaespaldas para vigilar la sala de partos y asegurarse de que yo no apareciera a hacer un escándalo.
Pero la verdad es que nunca fui.
Mi suegra, Melina, le tomó la mano a Rosa conmovida:
—Rosa, mientras estemos nosotros aquí, ¡Fiona jamás podrá hacerte daño a ti ni a tu bebé!
Mi esposo, Benito Cruz, con ternura en la mirada, la acompañaba durante el parto, secándole el sudor de la frente.
—Tranquila, mi padre está con su gente en la entrada del hospital. Si Fiona se atreve a venir, la sacamos en el acto.
Al ver que pasaban las horas y yo no aparecía, por fin se tranquilizó.
Para él no tenía sentido pensar que yo fuera capaz de armar una escena. Solo quería cumplirle a Rosa su último deseo: ser madre antes de morir. ¿Por qué yo me empeñaría en arruinarlo?
Cuando escuchó el llanto del recién nacido en brazos de la enfermera, no pudo evitar sonreír con alivio.
Pensó que, si al día siguiente yo iba a disculparme con Rosa, se olvidaría de todas nuestras peleas. Incluso estaba dispuesto a dejar que yo criara al niño como si fuera mío.
Lo que él no sabía era que, en ese mismo instante, yo acababa de entregar mi informe en la ONU.
En una semana iba a renunciar a mi nacionalidad para unirme a Médicos Sin Fronteras.
Y desde entonces jamás volvimos a vernos.