Renato Ríos
Estaba a punto de dar a luz cuando Liana, la ex de mi esposo, llegó a nuestra casa con la excusa de que solo se quedaría unos días.
Cada vez que me veía, se llevaba la mano al pecho, como si el solo hecho de verme embarazada la hiciera sufrir.
Bruno, mi esposo, estaba convencido de que yo estaba provocándola a propósito, solo por tener la barriga enorme.
—Lia no se siente bien, no puede tener hijos. ¡Y tú sigues paseándote así, como si nada! ¡Se nota que necesitas una lección para que aprendas!
Dicho esto, mandó que me encerraran en el viejo ático que llevaba años sin usarse, y ordenó que nadie me subiera comida.
Lloré y le rogué que me dejara salir. Le expliqué que la última ecografía mostraba que los gemelos eran enormes, que el doctor había dicho que debía ir al hospital de inmediato.
Pero, para él, eso fue como si le contara un chiste sin gracia.
—Todavía faltan tres días. No me vengas con cuentos —me respondió sin una sola gota de compasión—. ¡Ve al ático y ponte a pensar en lo que hiciste! ¡Pagarás por estar molestando a Lia!
Las contracciones eran tan brutales que, arañando la madera podrida, acabé arrancándome las uñas. Gritaba tan fuerte que me dolía la garganta, pero nadie acudió en mi auxilio.
La sangre me cubría el cuerpo y empapaba todo el suelo. Uno de los bebés ya había salido, pero el otro se quedó atrapado en mi vientre, atorado en un baño de sangre.
Tres días después, Bruno estaba sentado, tomando sopa y, como si nada, dijo:
—Que Michelle me sirva más sopa y le pida perdón a Lia. Si lo hace, la llevaremos al hospital para que tenga a los niños.
Nadie dijo nada.
Porque la sangre que bajaba desde el ático ya había llegado hasta el segundo escalón.